"Entre lo que se alucina, lo que se quiere ver, lo que se ve realmente y lo que no se ve, el juego es infinito: es ahí donde tocamos la parte más íntima del cine". Serge Daney.

28 de septiembre de 2009

El imperialismo del bus effect

Hay algo que distingue a las películas grandes del género de terror como El bebé de Rosemary (a la que nada le llega a los talones), El exorcista, Carrie, Halloween, Alien o El resplandor del montón de películas de terror que se vienen haciendo (repitiendo) en los últimos años. Y ese algo representa no sólo una operación formal, un recurso del hacer mismo de la película, sino además, y en mayor importancia, una manera que tiene un tipo de cine (industrial) de pensar el mundo y, en consencuencia, diseñar al espectador (consumidor) a su imagen y semejanza. Ese algo, que el género de terror hollywoodense ha venido usufructuando con descaro desde hace largo tiempo, tiene nombre y apellido: el bus effect.

El bus effect (el efecto del bus, del micro o, más poteñamente, del bondi) es un recurso inventado allá por 1942 por el cineasta Jacques Tourneur en su película La mujer pantera (Cat people). Consiste en algo tan simple como efectivo: mientras los diferentes recursos de la puesta construyen en la escena un clima de tensión y expectativa (ese tipo de calma engañosa que presagia lo peor) irrumpe en el plano, de manera sorpresiva, un nuevo elemento visual acompañado de un sonido estridente capaz de volarle la cabeza a cualquier desprevenido. Combinación eficaz de imagen y sonido, puñetazo y cachetada, sobresalto garantizado (lo que en la crítica vernácula suele calificarse como “te mantiene en el borde de la butaca” o cosas por el estilo). Ahora bien, ¿por qué el nombre de bus effect? El video de la escena (en la que, precisamente, es un "bus" lo que irrumpe en el plano provocando el efecto de sobresalto) es más elocuente que cualquier explicación. De más está decir que Tourneur revaloriza este recurso (no lo desprecia duplicándolo en serie a lo largo de su película) y lo ubica en un contexto donde el clima de lo siniestro siempre apuesta, hasta en el más pequeño de los detalles, por la vacilación y la ambigüedad de lo que vemos (y no vemos) en pantalla.

La pregunta que uno podría hacerse es porqué seduce más, al menos entre los productores de cine, el bus effect que cualquier otra cosa. La respuesta es muy simple: es más fácil. Por esta razón es que El bebé de Rosemary hay una sola; La huérfana (Orphan, 2009), en cambio, muchas.

Williams James, un viejo psicólogo, explicaba que no corríamos ni teníamos taquicardia porque sentíamos miedo, sino que sentíamos miedo porque corríamos y teníamos taquicardia. Para William, el primer pragmático de la modernidad (que parecía obstinado en no leer jamás lo que escribía su hermano Henry), la reacción corporal ante un estímulo estaba primero que cualquier otra cosa. En segundo plano venían las emocionas y las ideas, que no eran otra cosa que el resultado obligado de un dictamen fisiológico anterior que fijaba las reglas, y el porvernir, de todo lo demás. Las objeciones (y todo el siglo XX, Freud y Lacan incluidos) no tardaron en llegar, pero el espíritu del concepto permaneció intacto hasta nuestros días, al menos en la tierra del hágalo usted mismo y los self made men, que nada quería saber con inconscientes y demás extravaganzas del viejo mundo. La acción por encima de las ideas. Los resultados, lo visible, lo medible, lo copiable y lo vendible. Y en el cine de terror, una aplicación inmediata: si ante tal estímulo la respuesta corporal (el sobresalto, el julepe) es mayor, entonces, mayor debe ser el miedo. Pero la insistencia de un mundo que demostraba lo contrario iría filtrando poco a poco la burbuja del ideario norteamericano de la historia del cine, que pasaría a llamar al verdadero miedo hacia lo indefinido (la angustia) terror psicológico, dejando las palabras mayúsculas del género (en términos de producción) a la aplicación de una fórmula basada exclusivamente en el puñetazo limpio y la cachetada.

El imperialismo del bus effect no hace otra cosa que llevar al extremo, en el cine de la industria, la concepción conductista del cine: reírse cuando hay que reír, llorar cuando hay que llorar y, en el género que nos ocupa, pegar un grito cuando hay que hacerlo. Cuando hay que, definición del cine de terror industiral que poco tiene que ver, seamos sinceros, con el miedo.