
Hasta ahí, una anécdota; pequeña, mínima, sin mayor interés. Pero Ana Katz logra en su segunda película (la primera es El juego de la silla, de 2002) focalizar la atención del relato no en las peripecias de la protagonista (ella misma) sino en una especie de angustia existencial despojada de cualquier ambición de seriedad o hermetismo, nutrida de múltiples escenas que condensan la sensación tragicómica de no saber si sonreír o angustiarse en casi ningún momento. Cuestión de tono: actuaciones, diálogos, puesta en escena; todo se construye sobre la base de no pretender más de lo que se tiene entre las manos, sobre la seguridad de que menos es más en todo momento, idea palpable en el registro sutil y errático de una cámara en mano que acompaña a Inés sin moralismos, o, por ejemplo, en la representación dentro de la cabina de un locutorio de las escenas más logradas de toda la película, utilizando como herramientas no mucho más que un plano corto de la protagonista y una voz en el teléfono. Hacer cine con este puñado de cosas, y no una escena televisiva, es la tarea de cualquier realizador. Y Ana Katz lo hace.