
En La pasión de Beethoven hay una imagen que pareciera estar todo el tiempo lidiando con un terrible problema: la música del compositor. Por unos momentos da un paso al costado y deja que la música se convierta en la esencia de lo que vemos (se trata más que nada de ciertas secuencias de montaje donde los planos carecen de todo valor, musicalizadas en segundo plano, como cuando suena Para Elisa, o de ciertos planos exteriores recurrentes en la filmografía de la directora, generales, escorzados, picados, donde vemos a Beethoven caminar cabizbajo y apretando el puño, en una aparente crisis de inspiración o algo por el estilo); en otros momentos, la imagen se coloca en primer lugar y pretende ser la exhaustiva protagonista (son los momentos donde el costado emocional de la trama intenta llegar al espectador con más fuerza mediante planos cerrados y sutiles moviemtos de cámara, algo que casi nunca logra, en parte porque la relación entre la Anna de Diane Kruger y el Beethoven de Ed Harris siempre es distante y nunca funciona con naturalidad).
Finalmente están aquellos momentos en los que tanto la música como la imagen parecieran tomar fuerzas para construir en conjunto un código audiovisual superior al resto de la película, de belleza eminente, de carácter superior. Sin resabios de su antiguo talento, Agniezcka Holland coloca estas temibles ambiciones en la escena más patética de toda la película: la presentación en el teatro de la novena sinfonía. Calculada y fría desde lo formal (mover la cámara con violencia no es sinónimo de calidez ni compromiso), la escena no arriesga absolutamente nada y se limita a un montaje que fluctúa su ritmo y que alterna entre Beethoven, su copista Anna (quien lo ayuda a dirigir), los músicos y el público (escena cuyas imágenes parecieran transmitir gran emoción y fuerza, pero a no confundirse, sólo se trata de la música genial). Algunos primeros planos frontales de individuos nunca antes vistos en toda la película que cantan en el coro durante el cuarto movimiento de la sinfonía carecen de sentido y hasta causan gracia, mientras las pantomimas desde el piso de Diane Kruger para ayudar a su maestro continúan fuera de sincro transmitiendo menos emoción que las películas de Michael Bay. La escena dura alrededor de 10 minutos (versión video clip de la novena sinfonía, resumida a piacere) y no es otra cosa que el clímax de la historia; el problema es que está colocada mucho antes de que la película termine y después nadie sabé qué cosa más contar y para qué.
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PD: De la directora en sus mejores épocas recomiendo Europa Europa (1990) y principalmente la excelente Olivier, Olivier (1992), sobre un niño de 9 años que desaparece cuando sale de su casa en bicicleta para visitar a su abuela, y reaparece luego de 6 años bajo la forma de un delicuente juevenil, aunque despertando muchas dudas sobre su verdadera identidad.