Algo está ocurriendo, y no creo que sea bueno. Es la primera vez que descubro, en una sala de cine, a un espectador quejarse durante una proyección de un recurso formal que la película utiliza. Un fade-out, una transición a negro, una voz en off que continúa mientras la imagen desaparece, no había sido nada del otro mundo... Y no, basta, el código se vuelve intolerable. La protesta y el malestar aparecen con tenacidad para levantar la mano y pedir auxilio, y, lo que es peor, la certeza de que ese ruido que ensucia la comunicación se debe a una falla técnica de la sala de cine. ¿El proyector, quizás? El cine me hace trabajar, algo debe andar mal...
Intentando reconstruir los fragmentos de la historia de su madre, Marta Sierra, desparecida durante la última dictadura militar en Argentina, Nicolás Prividera inicia en M (2007) una investigación a partir de unos pocos datos que de entrada comparte con el espectador. A la manera de un detective privado, sale a la calle con su impermeable para recoger y descubrir los retazos de una historia que no sólo es la suya, sino la de toda una generación. Viejas fotos y películas caseras, personajes rescatados del olvido y lugares que esconden recuerdos que muchos ya olvidaron o deciden no recordar, son las piezas de un rompecabezas que intenta formar imágenes más o menos discernibles, resistiendo desde el ojo pertinaz de una cámara e intentando echar luz sobre la historia y la memoria, si no para entender, al menos para seguir recordando.
No había visto esta excelente película durante su estreno, el año pasado en Buenos Aires, así que aproveché su reposición en el marco del ciclo Un verano de películas, organizado por el Instituo Nacional de Cine, para ver de qué se trataba. El lugar: Cine Gaumont.
Apenas ingreso a la sala, dos sorpresas poco felices: la primera, que en la pantalla de la sala se mueve el logotipo en versión extra-large de cualquier reproductor de dvd (nadie en su sano juicio puede disfrutar del dvd ampliado en una sala de cine); la segunda, menos subjetiva, que en la sala somos únicamente cinco personas. Por un momento, esperando en la butaca el inicio de la película, intento relacionar ambos fenómenos sospechando que uno es consecuencia del otro, pero no me decido cuál puede ser la cuasa y cuál, después de todo, la consecuencia. A los pocos minutos, un hombre de semblante serio ingresa caminando con parsimonia y se acerca al reproductor digital ubicado sin elegancia entre las butacas de la sala. En un acto tan simple como miserable, casi con desgano, presiona play.
Nicolás Prividera sabe que el cine tiene sus límites y que se define por ellos, que cada plano, siempre, muestra menos que lo que esconde. Y en esa ambivalencia, entre el campo y el fuera de campo, entre el plano secuencia y el corte, entre la memoria y el olvido, la producción de sentido. El resto necesario que permite el movimiento. Su travelling inicial, las rejas y los alamabrados, los “prohibido pasar” de los carteles que se multiplican a lo largo de la película, todo remite al intento orsonwelliano de reconstrucción de una historia, de un pasado individual y compartido, a la necesidad de hacer perceptible el recuerdo, visible lo invisible, permanente lo fugaz. Cómo la gente puede recordar las cosas que no filma, no fotografía, no graba, cómo se las arregla la humanidad para recordar, se preguntaba Chris Marker en Sans soleil. El cine es una de las respuestas.
En una escena de M, Nicolás Prividera ubica su cámara delante de la imagen sin señal de un televisor para acompañar uno de los tantos testimonios que recuerdan a su madre. Mientras las palabras fluyen en off, intentando alcanzar, en vano, las imágenes perdidas del recuerdo, la pantalla nos devuelve otra imagen, la de un televisor, cuya imagen es imposible. La película alcanza una belleza del todo inusual, la del cine asumiendo sus límites, y, dentro de estos límites, su libertad demoledora. La imagen en su condición de imagen, menos engañosa que la de aquel aparato hogareño, cómplice de una forma portátil y compacta de una ya inaccecible realidad. Y mientras el sonido de las palabras continúa dibujando palabras que van y vienen, la imagen de la imagen ausente en la pantalla del televisor anónimo se desvanece lentamente hacia un negro absoluto que llena la sala de cine. El campo se ha vuelto reversible y el fuera de campo es, ahora, el plano mismo. Sobre negro, la voz en off continúa su relato. Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras.
Pero un hombre, sentado en su butaca, se desespera. Sólo se están escuchando las voces de la película, se repite con desconfianza. ¿Dónde está la imagen, qué está sucediendo? No soporta más y se incorpora con desgano en su asiento para realizar unas palmadas en el aire. No conforme, exclama: “¡Imagen!”. A los pocos segundos, la escena de la película llega a su fin. Un nuevo plano aparece sobre la pantalla y el hombre se relaja nuevamente. La visión cristalina retoma su curso. Transparencia.
Algo está ocurriendo, aunque ignoro las causas. Hace algunos meses hablábamos de la imagen domesticada y su relación con la percepción de control que el espectador puede tener o no sobre la imagen. Decíamos que una de las principales cualidades de ver cine en el cine es, precisamente, perder el control sobre la maravillosa monstruosidad de sus imágenes y dejarse llevar. ¿Pero qué hace que este espectador sienta, durante un momento de la película, la certeza de que algo de la proyección está fallando? El reproductor de dvd ubicado en medio de la platea, quizás, tenga mucho que ver con esto. O el empleado que pide permiso entre los espectadores para comenzar a reproducir la película; también, es probable. Pero adjudicar el malestar del espectador por una decisión formal de la película únicamente a unas simples condiciones de proyección sería completamente ingenuo.
Dice Jean-Louis Comolli, realizador y crítico francés: “En la cúspide de la distracción, en el colmo de la ilusión, arrastrado en el torbellino del engaño, el espectador construido por la relación cinematográfica se encuentra en posición de aprendizaje. No siempre lo sabe. Se trata entonces de aprender a aprender. El único laboratorio de este aprendizaje es la sala oscura, la sesión ritualizada, la proyección pública, el refugio de la oscuridad, el haz de luza que llega desde atrás, la supresión de todo impulso motor, la mordaza en los labios, la máscara en los rostros.”
Aprender a aprender. Aunque para esto es necesario que el cine, en toda su diversidad y riqueza, sea accesible a la mayor cantidad de gente posible. Pero la concentración de las salas en complejos multiplex, muchas veces ubicados en centros comerciales o shoppings, ha transformado al cine en una mercancía como tantas otras. Un objeto de consumo de rápida absorción, costoso y transparente a la vez, que todo lo muestra, todo lo explica, todo lo comunica. Cualquier interpelación que venga a ubicarse, entonces, entre el emisor y su receptor, se traduce en un ruido que se vuelve insoportable. Comprar un jean, tomar un helado, ver una película...
Sin embargo, el cine resiste.
8 comentarios:
Muy bueno el artículo de hoy. Felicidades por él.
A mí también me gustan más las salas antiguas. Las multisalas innegablemente tienen unas butaacs muy cómodas y lo último en tecnología, pero son más frías. Las antiguas salas tienen más feeling, más encanto.
Saludos,
Gracias por tus palabras, Juan.
Y en cuanto a las multisalas, Ramón Ramos, me parece que, quizás, no me expresé con toda claridad en el texto publicado. Es decir, no estoy en contra de las multisalas o multiplex o como quieran llamarse esos lugares. No estoy en contra de la tecnología ni mucho menos. Prefiero la comodidad de una buena butaca y una buena imagen a la incomodidad de una butaca que se clave sin pudor en mis riñones y un proyector sin luz por falta de mantenimiento. Lo que sí me molesta es el cine (cuando digo cine hablo de las películas) que se concibe a sí mismo como una mercancía más en la cadena del entretenimiento de la que las multisalas, entre otras cosas, forman parte. Por eso igualaba, no sin ironía, el acto de comprar un jean y ver una película.
Pero estoy convencido de que el cine, a pesar de todo, resiste. No las salas viejas (que amo, de todas formas) sino el cine como acto de ver y filmar. Y escribir.
Hasta pronto.
Tanto en sillas de madera como en butacas de multicines, no hay mejor plan que ver una película en la gran pantalla. Pero si todo se vuelve cutre, y por descontado se vuelve más caro, empieza a hacerse difícil que el cine resista. Pero resiste.
Me ha gustado tu artículo, pásate por mi blog si te interesa, aunque hace poco que lo he inaugurado;
http://alfombraroja.blogspot.es
Un saludo,
Aida.
Te has expresado perfectamente y estoy de acuerdo en que el problema es el concepto de como venden el cine en una multisala. El problema es que la mayoría de estos complejos están incluídos en centros comerciales, con lo cual el consumidor compra igual unos pantalones que una entrada de cine. Sobre la incomodidad de una butaca vieja también estoy de acuerdo, una sala antigua es fantástica pero cuando está bien conservada. No es lo mismo una sala antigua que una sala vieja.
Saludos,
Te felicito por tu blog, y de paso por tu grandioso articulo, en mi ciudad acabaron con aquellas salas de cine viejas, y el ambiente que se respiraba era mucho mas acogedor, hasta para comprar el tiquete, que en ese entonces era una tira larga que se desprendía a mano, ahora todo lo hace una maquina.
Saludos.
El otro día en el Arteplex Centro, entré a la sala y dije: uh, me re cagaron, seguro q esto va a ser una proyección de DVD. Al final era celuloide, pero fue peor todavía.
El tamaño de la pantalla y el estado del proyector era lamentable.
Perdón, pero en algun lado me tenía que quejar.
Felicitaciones por el blog, escribis muy bien.
Saludos!
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