"Entre lo que se alucina, lo que se quiere ver, lo que se ve realmente y lo que no se ve, el juego es infinito: es ahí donde tocamos la parte más íntima del cine". Serge Daney.

14 de marzo de 2008

De la abyección enmascarada

El orfanato
de Juan Antonio Bayona
(España, 107 min, 2007)

Por Hernán Silvosa
La primera vez que sentí que El orfanato era una estafa al espectador fue cuando, en un clásico plano y contraplano del comienzo de la película, el director decidía mantener más tiempo del necesario la imagen del niño protagonista (dilatando el corte a la imagen correspondiente de su madre) con el único fin de deleitarse con los atractivos rasgos del pequeño actor en primer plano. Una ceja que se levantaba con naturalidad más de la cuenta y una mirada inocente eran todo lo necesario para abandonar con la mayor de las evidencias la voz de su madre en un off que pedía a gritos ser utilizado en mejores circunstancias. Recursos de estilo en mejores circunstancias, de eso se trata.

Porque parece ser que en El orfanato una voz dejada en off con indiferencia, un violento movimiento de cámara en mano combinado con olas, viento y música estruendosa o un par de imágenes gore que parecen arrebatadas de otra película se combinan, todas ellas, con el único interés de manipular al espectador en el peor de los sentidos: no para escatimarle información o mentirle sutilmente para luego revelarle gozosamente el estado verdadero de las cosas, sino, por el contrario, para mostrarle en imágenes y sonidos, en estructura y relato, únicamente aquello que resulta necesario para ir entendiendo, de forma cerrada, el cuento en su totalidad sin posibilidad de ambigüedades, hasta el enfrentamiento cara a cara con un desenlace que resulta ser el final más abyecto del cine de terror de los últimos años (subrayado, lo que es peor, con una segunda última escena para que hasta el más adormecido de los espectadores pueda cerrar con moños el cuento).

Hablar de los “buenos momentos” de El orfanato o del “buen clima” de algunas de sus escenas sería pretender ignorar que casi todos estos pasajes no tienen otra intención que la de ensuciar el terreno de juego y distraer al espectador, no sin poca sinceridad, hasta el momento de cumplir el film la duración estándar de sus pretensiones comerciales y pasar, definitivamente, al último acto. Sería ocultar la intuición de que ciertas escenas parecen salidas de una mesa de creativos publicitarios (el juego de Laura contra la pared y la presencia de los niños a su espalda) para que luego el guionista a sueldo se encargue de justificarla por el camino más fácil y sin mayores complicaciones (la primera escena del film, donde Laura de niña juega con sus compañeras en los jardines del orfanato). Y no significa que estas escenas no funcionen en el género de terror que la película adopta arrebatando imágenes, personajes, situaciones y recursos formales de tantas otras películas (desde The innoncents, de Jack Clayton, pasando por The changeling, de Peter Medak, hasta Los otros, de Alejandro Amenábar). Funcionan, hasta con buenos resultados algunas veces. ¿Pero y qué? Es como decía Jacques Rivette en aquel artículo fundacional cuando hablaba sobre “la retórica de imágenes que nada tiene que ver con el hecho cinematográfico, no más que el diseño industrial con el hecho pictórico”.

Un cine, en definitiva, que se viste con ropa prestigiosa y elegante (eso que llaman factura técnica, y que bien puede estar representada por una máscara de trapo bien diseñada para la ocasión) para esconder por debajo un cuerpo sucio y deforme. Y ojo, que no se trata de marginar o denunciar el cuerpo sucio y deforme como tal (nada mejor que el cine asumiendo estas condiciones marginales y actuando en consecuencia) sino la hipocresía y la falta de honestidad para elegir el vestuario y demandar apariencias.