
Por Hernán Silvosa
¿Buen momento del cine argentino? ¿O buena racha pasajera y casualidad de estrenos simultáneos de directores con renombre? Leonera de Pablo Trapero, Aniceto de Leonardo Favio, La mujer sin cabeza de Lucrecia Martel (que recientemente postergó su estreno hasta nuevo aviso) y La león de Santiago Otheguy (sin director conocido pero muy buena de todos modos) componen el actual combo de cine nacional. Ahora, ¿a quién le importa que estas películas se estrenen en pocas salas? ¿a quién que las vea muy poca gente? O mejor, ¿quién se ocupa o, al menos, se preocupa de que casi nadie pueda verlas? El dato es indiscutible: que la entrada de cine llegue a costar 20 pesos en los principales complejos multisalas de nuestro país significa varias cosas, pero principalmente que la gran mayoría del público se ve obligado a quedarse afuera de ellos.
Pensar, escribir, financiar, producir, rodar y distribuir una película nacional es una verdadera odisea en muchísimos sentidos, odisea que muchas veces no es acompañada lamentablemente de creativiad, destreza, gusto popular, innovación o genio, pero que absolutamente bajo ningún aspecto debe ser acompañada de la marginación impuesta por políticas de cuotas de pantalla que no existen como deberían existir, o que existen y no se respetan o que simplemente brillan por su ausencia.



Quizás algún día logre comprenderse –y hacerse comprender– que una expresión artística como el cine debe concebirse como un divertimento circunstancial, una salida entre amigos después de la cena del viernes y un pasatiemo para deglutir lo que se encuentre a mano en la oscuridad de la sala, pero también –y principalmente– como una de las tantas formas necesarias de identidad que debe tener, siempre, un pueblo con voluntad de ser libre. Porque sin libertad, está claro, sólo se respira esclavitud y estupidez: dos hermanas bailarinas de amistad amenazante, hijas no reconocidas de Medusa, que suelen responder orgullosas al sudónimo de “felicidad televisiva”.