"Entre lo que se alucina, lo que se quiere ver, lo que se ve realmente y lo que no se ve, el juego es infinito: es ahí donde tocamos la parte más íntima del cine". Serge Daney.

19 de junio de 2008

La odisea de ir al cine


Por Hernán Silvosa
¿Buen mom
ento del cine argentino? ¿O buena racha pasajera y casualidad de estrenos simultáneos de directores con renombre? Leonera de Pablo Trapero, Aniceto de Leonardo Favio, La mujer sin cabeza de Lucrecia Martel (que recientemente postergó su estreno hasta nuevo aviso) y La león de Santiago Otheguy (sin director conocido pero muy buena de todos modos) componen el actual combo de cine nacional. Ahora, ¿a quién le importa que estas películas se estrenen en pocas salas? ¿a quién que las vea muy poca gente? O mejor, ¿quién se ocupa o, al menos, se preocupa de que casi nadie pueda verlas? El dato es indiscutible: que la entrada de cine llegue a costar 20 pesos en los principales complejos multisalas de nuestro país significa varias cosas, pero principalmente que la gran mayoría del público se ve obligado a quedarse afuera de ellos.

Pensar, escribir, financiar, producir, rodar y distribuir una película nacional es una verdadera odisea en muchísimos sentidos, odisea que muchas veces no es acompañada lamentablemente de creativiad, destreza, gusto popular, innovación o genio, pero que absolutamente bajo ningún aspecto debe ser acompañada de la marginación impuesta por políticas de cuotas de pantalla que no existen como deberían existir, o que existen y no se respetan o que simplemente brillan por su ausencia.

¿Qué libertad de mercado existe en el mercado si un gran porcentaje de salas es ocupada por unas pocas películas extranjeras que desembarcan como infantes de marina? ¿Qué libertad de mercado existe en el mercado si, cuando se utilizan argumentos como los de estos párrafos, se recurre –casi siempre con el dedo índice en alto– a la falacia de “la gente consume lo que quiere”? Idioteces. La gente consume lo que se le ofrece porque no tiene elección, y la elección real la garantizan las condiciones materiales y la educación; sin ellas, sólo queda esclavitud y estupidez. La odisea, entonces, ya no sólo es hacer una película. La odisea es poder ir a verla.

Tener Las crónicas de Narnia, Indiana Jones y el reino de la era digital o Sex and the city en varias salas de un mismo complejo de forma simultánea nos permite tener la comodidad de elegir con mayor facilidad el horario en que disfrutaremos de nuestra película preferida. Con subtítulos, doblada al castellano, con intervalos, sin intervalos, con entradas numeradas o sin numerar, en sala antigua, grande y a punto de convertirse en centro evangelista o en petit sala, moderna y alfombrada con rojos intensos, con el invento del maligno George Lucas llamado THX o sin él (sin ambos, por favor). Todo muy lindo, placentero, cómodo. Pero, ¿a quién le importa que el cine sea una expresión artística y que, como tal, deba ser protegida para evitar su desaparición frente a intereses económicos que sólo buscan, precisamente, réditos económicos? Pueden argumentar que el Estado está presente a través del Instituto de Cine, pero sería una verdad a medias. O una mentira disfrazada –con maquillaje y tacos altos–. ¿O acaso no todo es burocracia, negocios, facturación y amistades de turno?

Repetir lemas y argumentos vacíos únicamente porque se los escucha en la radio o en la televisión y porque despiertan impulsivamente comportamientos y pensamientos retrógrados que se liberan con goce y permiten la calma del energúmeno (algo muy de moda durante estos días en el país) es una práctica que mucho tiene que ver con la ineficacia evidente de numerosos funcionarios con poder de decisión que escapan como niños a la hora de alentar políticas que no sólo pretendan describir el estado de las cosas sino que, además, promuevan y exijan su verdadera transformación. ¿Cómo es posible tolerar que para muchos signifique lo mismo la realidad de una sala de cine con 100 personas pagando una entrada de 20 pesos que la posibilidad de una sala de cine con 200 personas pagando una entrada de 10?

Quizás algún día logre comprenderse –y hacerse comprender– que una expresión artística como el cine debe concebirse como un divertimento circunstancial, una salida entre amigos después de la cena del viernes y un pasatiemo para deglutir lo que se encuentre a mano en la oscuridad de la sala, pero también –y principalmente– como una de las tantas formas necesarias de identidad que debe tener, siempre, un pueblo con voluntad de ser libre. Porque sin libertad, está claro, sólo se respira esclavitud y estupidez: dos hermanas bailarinas de amistad amenazante, hijas no reconocidas de Medusa, que suelen responder orgullosas al sudónimo de “felicidad televisiva”.