"Entre lo que se alucina, lo que se quiere ver, lo que se ve realmente y lo que no se ve, el juego es infinito: es ahí donde tocamos la parte más íntima del cine". Serge Daney.

4 de julio de 2008

Besos con sabor a pastel

Por Hernán Silvosa
La ausencia es siempre del otro. El otro abandona, escapa, huye, corre. Quien sufre permanece inmovilizado; temeroso de dar pasos en falso, espera. O miente caminar, viajar, cambiar de techos y ventanas pero dejando una pequeña llave de garantía guardada en un frasco siempre abierto para el regreso. Atravesar nuevas puertas abiertas mientras se tiene la llave guardada de la puerta cerrada que sólo interesa. No nay pasado ni futuro, no hay espacio interior ni privado, todo fluye desde la herida de esta ausencia hacia las cosas que son el borde del llanto, las líneas difusas y los colores estallados. Y de la ausencia nacen las palabras, aunque hablar sea dilatar la muerte del otro. ¿Entonces? Cruzar la calle, viajar... Como un ángel –o un fantasma– es la cámara flotante de Wong Kar Wai en My blueberry nights (2007), que se aparece en la noche para acompañar a unos pobres seres en su ausencia. Movediza, detallista, inquieta, se involucra en el encuentro de individuos desconocidos que comienzan por hablar. Las imágenes juegan el doble juego de lo privado y lo público y allí están los detalles más extraordinarios (el helado derritiéndose sobre el pastel) junto con los registros más mundanos (la pelea del bar registrada por la cámara en el techo) para convertirse velozmente en signos que conducen a la emoción (el llanto frente al televisor) porque todo es autoreferencia. Los trenes pasan volando, entrecortados; los verdes son de un verde sin palabras. La fuerza de lo imaginario es inmediata, ignora la contradicción. Estar excluido de esas imágenes y sin embargo identificarse con ellas, ser en ellas, porque hablan de uno: el otro sigue vivo. ¡Viajar! Lo contrario de la búsqueda del tiempo perdido, la voluntad ansiosa de salirse de uno mismo porque en uno mismo está la presencia absoluta de lo ausente. Paradoja. Pasajero, variable, transitable: el espacio se define mediante la emoción puesta en escena por los personajes mientras la cámara se desplaza –atemporal, omnipotente– cubriendo miles de kilómetros de distancia. Se trata de apresar nuevamente lo real de un mundo que ha perdido sus bordes nítidos, estables. Desplazarse, dar los cien pasos a través de la noche. Hacer perder la imagen ansiosa de palabras entrecortadas y reflejos multiplicados para subirse a un auto y desvanecerse sin tiempos a través de la distancias. De un bar escrito/hablado a otro actuado/vivido, de la tragedia personal–observada por las cámaras del otro– a la tragedia del otro –observada desde la platea/mostrador (¿no es acaso el segundo bar como un teatro con actores y espectadores?). Cruzar la calle por el camino más largo para escapar de la escena de la última palabra y cortar la dilación del sufrimiento es, finalmente, elevar la cámara movediza de espacios indiscernibles a un plano cenital de límites precisos. Y ensayar, con éxito, la pirueta de clausura sin llaves hipotecadas: el mejor beso con sabor a pastel.