"Entre lo que se alucina, lo que se quiere ver, lo que se ve realmente y lo que no se ve, el juego es infinito: es ahí donde tocamos la parte más íntima del cine". Serge Daney.

29 de junio de 2008

¿Ya vimos a Fellini?


Por Ezequiel Romero
Atisbé, cruzando una calle del Abasto, un enorme cartel cuya imagen publicitaria mostraba a una pareja feliz dirigiéndose, fuera de campo, al último Bafici. Según mi porosa memoria, el anuncio decía: "A Fellini ya lo viste, vení a ver otro cine." (aquí el afiche en cuestión). Tuve un ligero escalofrío. Pensé: si ya hemos visto a Fellini ¿es esto lo que haremos con él?


A diferencia de la promoción, que afirma que para ver algo nuevo hay que descartar lo viejo (¿en el panteón del cine?), la memoria es una de las claves para entrar en la obra de este director, que poco tiene que hacer en un museo. A partir de aquel cartel (que acaso fue rasgado por el viento y la intemperie, cuando acabó la novedad) volví a ver parte de la obra felliniana. Estimo que si hay alguien que hace amar algo –en este caso, al cine– ese ser es Fellini y, por ende, no es necesario cerrar su puerta para abrir paso a ninguna novedad.

Un recuerdo que no hay que olvidar
En el episodio "Las tentaciones del Dr. Antonio", mediometraje perteneciente al film Bocaccio '70, el episodio de Fellini muestra a Anita Eckberg, exuberante figura de cartel publicitario, cobrar vida y descender para luchar contra los demonios del censor Antonio, que quiere borrar su representación por considerarla perturbadora del orden público. Aquel cartel, que metonímicamente designa al espacio de representación por antonomasia, la pantalla, posibilita la aparición nocturna del fetiche felliniano. Ese afiche, enclavado en una tierra baldía, se vuelve una poderosa arma metaficcional contra los poderes de negación.
El crítico fancés Serge Daney, al presentar su revista Traffic, decía: "Tenemos un problema, la supervivencia autónoma del cine como memoria inolvidable, como recuerdo que no hay que olvidar –porque el cine nos dice que no hay que olvidar–. No es que no haya que olvidar el cine, es el cine el que es garante de toda memoria".
La imagen es reveladora: todo puede desaparecer en este mundo pero, afortunadamente, el cine puede combinar en imágenes y sonidos la materia y volverla memoria. Entonces, ¿cómo rehacer parte de una cultura, o de una memoria, sin instaurar un culto nostalgioso pero vacío?
Ciertamente, la noción de memoria cambia con el correr del tiempo. Hoy las nuevas generaciones descargan periódicamente dos o tres films, pero luego que los ven, sistemáticamente los borran. Cuando les preguntan por qué ya no coleccionan, afirman: "no necesitamos volver a ver las películas, para algo tenemos memoria". Pero justamente, en el caso de la memoria del cine, rever un film es revivirlo, de tal forma que lo ya visto vuelve a cobrar nueva resonancia.

En el final de La Strada (1954) Fellini opera en contigüidad, a fin de recrear este movimiento de la memoria de lo ausente, asociando a la imagen del mar, recurrente en sus olas, el retorno del leitmotiv musical. Esa potencia del recuerdo conforma un circuito que vuelve activando en un instante, triste y dichoso, la oscilación de toda memoria.

El casting perpetuo de un film aún por filmar
Fellini ya forma parte de esa memoria (cultural, personal, universal, pero también propia de esta comunidad) y su visión de mundo continúa en conexión con la serie contemporánea. Al igual que la marea, los espectadores que bordeamos sus orillas seguimos encontrando rastros y claves para interpretar el presente.
Así, hoy en día, al contemplar el polidimensional espacio urbano de la Plaza del Congreso, no asusta ver, entre otros seres ficticios, un toro inflable y otro mecánico, una pareja de pingüinos gigantes, ocho carpas (algunas acondicionadas con tecnología audiovisual, otras con heno y payadores) y el incesante desfile de máscaras y de voces; la muchedumbre que se apretuja para ver y participar, en esta especie de kermesse sociopolítica casi siempre registrada, en vivo y en directo, por un enjambre mediático. Este clima de puesta, farsa y representación, revela que el grotesco sigue siendo una forma de recrear el mundo.
Fellini, hoy, permite aprehender este caos y confusión, narrables no ya través de una historia única sino a partir de un conglomerado de voces; un relato por acumulación, cuya sucesión de sketches y tópicos, de rostros y máscaras, de notables y de freaks, anuncia el casting perpetuo de un film aún por filmar.
Frente a la rápida desaparición de la vieja cultura del espectáculo popular, triturada en los engranajes de la cultura de masas, en Ginger y Fred (1986) y La voz de la luna (1990), dos de sus últimos films, Fellini propone el retorno de esos mensajes misteriosos, que angustian y consuelan, siempre estremeciendo el corazón.

Y la nave va

La apertura de Y la nave va (1983) absorbe y recrea la estética deteriorada del celuloide del cine mudo. La nave parte de un puerto silencioso. Apenas se oye el continuo dispositivo –la cámara– que rueda sobre el silencio. Cuando arriba al puerto, el coche fúnebre que trae las cenizas de la cantante, que serán esparcidas durante el viaje, la imagen vira al presente de la enunciación e inicia la música de un piano su melodía.
Estos melómanos que comparten una travesía transoceánica sobre mares de celuloide (un artificio cantado, como una ópera, a todas voces) aportan el ejemplo de superación de conflictos personales en pos de una causa justa. Y si bien el sentido alegórico de la travesía es multívoco y opera sobre sí mismo, a lo largo del viaje, Orlando, el periodista, lleva el hilo sutil y conductor que hilvana las partes del relato. En el gimnasio, cuando intenta realizar un delirante reportaje al archiduque, las confusiones entre idiomas y traducciones originan tales malentendidos y desatinos políticos que ya presagian la guerra mundial que se avecina.
Los músicos, en cambio, a lo largo de la travesía, salvan las enemistades personales, los celos propios de su profesión, y hallan en la música su lengua franca. La música, ese modo de comunicación ambiguo pero sin ambages, los reúne. Juntos lloran y despiden a su enigmática musa, sabiendo que lo que les queda es proseguir el viaje, a pesar de la catástrofe histórica.
Imagino, entonces, un nuevo cartel que anuncie al secreto espectador de Fellini, que ya pertenece al misterioso futuro, la continuidad y la feliz epifanía de estos mundos de imaginación.

4 comentarios:

Rich dijo...

siempre discrepe con aquella sentencia de daney, no creo que el cine sea una memoria, o lo que "no hay que olvidar" aunque supongo que en esa frase juega mucho su visión política. en todo caso diria que el cine es "lo que hay que tratar de entender", o la busqueda de un sentido en la vida. las cuestiones politicas pasan pero el hombre haciendose la gran pregunta en la tierra queda, y cuando me acerco a fellini (el otro dia volvi a ver otto e mezzo y no hay nada que se le compare) eso eso lo que me queda: un tipo preguntandose cual es el sentido de todo lo que percibe.

saludos, muy buen post.

Ramón Besonías dijo...

Enhorabuena por vuestro espacio de cine. Os saludamos y os damos por descubiertos desde hoy.

Buen verano.
OjO de buey

Diego dijo...

Creo que lo que apunta la frase es a hacer lugar a lo nuevo también, no al descarte... que sin eso, por mas grande que sea el pasado, el cine estaría muerto...

Graciela Bello dijo...

A Fellini ojalá nunca dejemos de verlo!!
Es como decir: si ya escuchamos a Mozart, o ya vimos a Van Gogh...
Ellos estarán siempre para deleitarnos y para que sigamos entendiendo algo más del arte, del mundo, de la vida.
Tema aparte:
Lo de la plaza es realismo mágico, no puede ser que esté ocurriendo de verdad.
saludos,
Graciela.

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