"Entre lo que se alucina, lo que se quiere ver, lo que se ve realmente y lo que no se ve, el juego es infinito: es ahí donde tocamos la parte más íntima del cine". Serge Daney.

23 de agosto de 2008

La mujer sin cabeza (1)

Por una cabeza:
El espectador como ser pensante


Por Ezequiel Romero
Tuve hace un tiempo la oportunidad de conocer el ámbito de trabajo de Lucrecia Martel. Observé aquel espacio con atención: vi altas bibliotecas antiguas y detrás de sus vitrinas los raros títulos de unos libros que iban de la medicina forense y criminal pasando por la teología, la filosofía y la vida de santos e iluminados. ¿Cuál era la lógica secreta que alternaba esos temas con otros más cercanos al mundo del cine y la literatura? Acaso la respuesta sea su obra (La ciénaga, La niña santa, La mujer sin cabeza). Pero en aquel universo ordenado había un objeto extraño e insólito, un antiguo sillón de dentista, que inquietaba un poco el cuadro. El orden era minucioso y la átmosfera, casi aséptica, parecía más el ámbito de un cientista que el de un director de cine. Lucrecia Martel, como el entomólogo, observa sus criaturas detrás de la lente y describe sus comportamientos de acuerdo a un punto de vista moral.

En aquel tiempo, Martel, ante la dispar recepción de La niña santa, ya preparaba dos proyectos simultáneos. Uno se llamaba Gente (el título me parece genial) y era una especie de film de terror psicológico ambientado en un pueblo; el relato daba cuenta de la inusitada aparición de un grupo de gente que inexplicablemente aterrorizaba a los miembros de una comunidad. El otro proyecto era La mujer sin cabeza. Años después, al ver la privada de esta última película, tuve la sensación de que el otro proyecto, aun habiendo sido abandonado, se había colado por los intersticios del nuevo film. Si bien La mujer sin cabeza no pertenece estrictamente al género del terror ni posee elementos declaradamente fantásticos, invoca otros fantasmas contemporáneos. Deliberadamente, Martel parece querer situar al espectador en un sitio (no ya incómodo o díficil) sino fundamentalmente extraño, y lo hace a través de una forma cinematográfica rigurosa. Postula un tipo de relato agujereado cuyo centro está minado. Su especial asunto gira alrededor de un enigma no policial sino más bien íntimo y existencial.

Un accidente nimio crea una especie de feroz vacío en una persona. Más que chocar contra un objeto físico -perro, niño o fantasma- Verónica (María Onetto) colisiona contra lo extraño, innominado e indeterminado cuya desposesión recorre todo el decurso del film. El relato queda a merced de una instancia fantasmática apenas insinuada; cuando el espectador regresa con la protagonista del largo viaje inicial, ambos quedan confinados dentro de una cápsula. A partir de allí, todo lo estable y conformado será visto desde el más puro extrañamiento. El choque instala una pausa existencial que, en primera instancia, deja al personaje enmudecido. Estamos frente a una diferencia notable entre la articulación del ser y la palabra, que se aleja del planteo de los dos primeros largometrajes de Martel, donde las protagonistas raramente dejaban de deslizarse por la pendiente de un irrefrenable decir de cosas. Hay una pérdida, algo que impide comunicar ya, por lo menos de forma verbal, la nueva situación de la protagonista. El mundo cotidiano, a la vez que hace visible, en su obstinado repliegue, la recaída continua, evidencia las grietas de comunicación y los abismos entre clases sociales y generaciones. La mujer sin cabeza oculta y exhibe el inmundo e insidioso malestar de una mujer que ha perdido su lugar dentro del orden de su rincón sociocultural y está sola. Pero esta historia, ni anodina ni extraordinaria, que vemos y oímos, esconde otro relato, aún más sutil, que ocurre casi siempre fuera de campo. Algo ha sido antiguamente enterrado. Y este algo soterrado emerge y hace visible todo el descalabro.

Es el espectador quien, precisamente, se enfrenta a este relato débil, lacunar y errático, y debe fortalecer su visión y reponer (al menos conjeturalmente) aquello que se insinúa pero no se muestra. Como otro fantasma, cruza el espacio vacío, semidesértico, y espía, detrás de innumerables marcos y ventanas, los fragmentos de vida de esta mujer rota. Casualmente (o no) el único personaje que percibe esta presencia extraña, manifestándola, es la anciana tía senil que está recluida en su cama. Este rol pertenece a María Vaner, emblemática actríz del cine argentino de los '60, una etapa de la cual el tipo de cine de Martel es deudor. La muerte de Vaner (apenas semanas antes del estreno de la película) amplifica esta ausencia central. Su aparición fugaz, apenas una cabeza que sobresale desde una cama, sitúa esa secuencia en el limite entre la vida, la muerte y el más allá del cine.

En el caso de La mujer sin cabeza, el razonamiento y la inteligencia del espectador no son contradictorios respecto del reconocimiento del misterio central que subyace a la propuesta. La aparente deriva del film no excluye el reconocimiento de su itinerario. El espectador, que sufre la decapitación del título, debe encontrar la solución en su propia cabeza. Tan singular en su frágil existencia, como la mujer de la película, debe convertirse de nuevo en un ser pensante.