
Por Hernán Silvosa
El de La mujer sin cabeza es un caso muy particular, tanto para los críticos como para los espectadores. Es una película que habla sobre cómo la construcción social de la realidad se traduce en la construcción social de una determinada forma de percepción, y esta particularidad, al participar de forma activa en la experiencia misma de la visión del film, es lo que transforma al tercer largometraje de Lucrecia Martel en una obra maestra sin antecedentes para el cine argentino. ¿Por qué? Porque hace de sus intereses, búsquedas e interrogantes una forma que no por esnobismo ni pobreza de ideas pone en escena la decisión de escapar de esquemas narrativos y recursos formales tradicionales, ya que estos esquemas y recursos tradicionales que llevan a construir una particular forma de percepción en el espectador son, precisamente, aquello sobre lo que habla la película. Voy a intentar explicarme mejor.
Cualquiera sabe a esta altura que los géneros no son otra cosa que claves de lectura, mecanismos discursivos que, mediante el reconocimiento de ciertas reglas, permiten la construcción de aquello que se conoce como lo verosímil. En otras palabras, es lo que autoriza a Peter Parker a convertirse en Spiderman luego de ser picado por una araña y saltar entre los rascacielos de la ciudad sin que un espectador ofuscado proteste desde la platea: “¿cómo es posible tal cosa?”. Las posibilidades de lo que puede y no puede ocurrir en la trama y el relato de una película están ya establecidas de antemano a partir de una suerte de contrato simbólico firmado entre el espectador y las reglas genéricas que el film se atribuye. Los posibles reales se censuran, mientras que de la estrecha relación entre los pormenores de la película y la generalidad de la opinión pública (presente en la platea y fuera de ella) se construye lo que puede y no puede ocurrir. O mejor, lo que puede y no puede ser percibido.
De lo que puede y no puede ser percibido habla La mujer sin cabeza. Es en este sentido que Lucrecia Martel lleva adelante, de manera extraordinaria, una idea acabadamente genial: hacer que el disparador de toda su película no sea un conflicto dramático sino formal (una imagen) y que cada una de sus imágenes contenga el germen de este conflico. Como en los mejores ejemplos del film noir, la tensión entre la necesidad de un realismo implacable y el desfase de un lirismo (des)estructurado por una lógica onírica se traduce en una puesta en escena barroca y exacerbada de sentido. Pero, ¿cuál es específicamente este conflicto formal que dispara toda la película? El plano del perro muerto. Sin esta imagen (que para muchos debiera haberse evitado para alimentar la desorientación o el suspenso en el espectador) nada tendría sentido: todos los cuestionamientos, las vacilaciones y las inseguridades de Verónica, la protagonista, se remitirían únicamente a una ignorancia de lo ocurrido, dentro del plano dramático, y la trama de la película tiraría sus anclas definitivamente en un registro policial donde el principal interés sería averiguar los detalles del posible accidente. El plano del perro muerto (ambiguamente objetivo y subjetivo a la vez, ya que si bien no tiene referencias del personaje ni corresponde explícitamente con su mirada, la cámara está ubicada sobre el vehículo y se aleja con él) cambia radicalmente las cosas. Dispara tanto la perturbación de Verónica como la del espectador, a la vez que pregunta: ¿qué vemos y por qué?
La discontinuidad es la madre reina de nuestros días, y el cine no es ajeno a este asunto. En la recepción de sus imágenes, cada objeto, cada gesto, cada mirada, aparece durante la intermitencia del parpadeo, para luego disolverse. El llamado cine espectacular (popular y hegemónico) vuelve habitual el carácter esencial de la modernidad atribuyéndose un poder hipnótico de fascinación sobre lo disperso, fragmentario y fugaz de la experiencia. Hay, por el contrario, un cine marginal cuyo interés radica en focalizar de forma más o menos conciente la interrupción de esta fugacidad, aislando rasgos particulares (planos, imágenes, sonidos, acciones) con el fin de hacer posible una capacidad para orientarse, intelectual y emocionalmente, en el territorio ambiguo de las apariencias, reconociendo sus contenidos y, lo más importante, sus efectos de verdad. El detalle de una imagen minúscula rescatada por el montaje, el aislamiento artificial de un sonido potente en medio de una escena cotidiana, o hasta el efecto estilo Matrix sobre cualquier disparo de un arma de fuego (véase la reciente Wanted, por ejemplo) podrían ser elementos atribuidos, ingenuamente, a este tipo de cine, pero están muy lejos de serlo. La clave para entender esta negativa se encuentra en los mecanismos del género y en cómo estos mecanismos operan para volver los citados procedimientos (y tantos otros) en lugares comunes dentro un verosímil donde la posibilidad de existencia de tal o cual recurso no significa otra cosa que la estandarización de lo que alguna vez fueron incipientes diferencias. De ahí la inteligencia de La mujer sin cabeza, que no sólo se inscribe en el segundo modelo de relato o manera de pensar el cine (algo que de por sí no dice nada, ya que pueden encontrarse películas geniales y detestables en ambos costados) sino que además articula sus recursos y múltiples rasgos formales para poner en evidencia y cuestionar cómo el funcionamiento cotidiano de estas decisiones formales (en nuestro caso, el plano del perro muerto, entre muchas otras) no son la causa sino el resultado de la forma en que percibimos el mundo. A diferencia de lo que hacía Caché (Michael Haneke, 2005), otra película genial, donde una constante interpelación del lugar del espectador ponía en juego las insospechadas implicancias de una imagen digital omnipresente, en un sentido tanto estético como ético, Lucrecia Martel interroga el efecto mismo de verdad que las imágenes de su propia cámara produce, sin hacer evidente en la puesta en escena (como lo hacía Haneke) el dispositivo de filmación, precisamente porque no hay evidencia posible de ningún dispositivo cuando no podemos ver ni oír aquello que, desde el vamos, ni siquiera percibimos.
En países como la Argentina, donde cruentos pasados intentan ser desapercibidos una y otra vez mediante estrategias discursivas mucho más peligrosas que la violencia física y verbal, La mujer sin cabeza resulta una película de visión imprescindible. No por su denuncia social, que no la tiene, sino porque es el más acabado ejemplo de cómo la percepción de aquello que nos rodea es el resultado de una construcción legitimada por un poder irreductible a ser capturado por sentidos nítidos y tranquilizadores; de una construcción que, simultáneamente, va diseminando verdades que ignoran la refutación. Verdades de pesadilla, negación e indiferencia que muy de vez en cuando conocen la perturbación y la angustia, pero que velozmente son reconstruidas con algún cinismo al alcance de la mano, como tararear Mamy Blue mientras el mundo a nuestro alrededor, imperceptiblemente, se desmorona.
Cínico es aquel ser miserable, explicaba Ambrose Bierce, cuya defectuosa vista le hace ver las cosas como son y no como debieran ser. Ante semejante incapacidad, algunos pueblos antiguos acostumbraban arrancar los ojos a estos individuos para mejorarles la visión. La pregunta es: ¿hasta cuándo seguiremos viendo perros muertos?