Por Gonzalo MorenoA no confundirse, se puede caer en el error de creer que Vecinos en la mira (Neil LaBute, 2008) gira en torno a la discriminación; pues no. La película, si bien toca el tema de manera algo lateral, se centra en la locura y el comportamiento desmedido de un solo hombre (el personaje interpretado por Samuel L. Jackson) que sí tiene serios problemas con la discriminación y el racismo. Es un hombre que trabaja de policía pero que no lleva a cabo correctamente su labor, que como padre es un hiper controlador odiado por su hija, golpeador, bebedor, y (obviamente) mal vecino. La nueva pareja de cónyuges (Patrick Wilson y Kerry Washington) acaba de mudarse al barrio y empieza con el pie izquierdo su relación con él; para colmo de males, irán descubriendo sus dudosos pensamientos sobre el racismo, la mirada nada favorable que tiene hacia ellos (pareja conformada por un hombre blanco y una mujer negra) y su intolerancia con la idea de que vivan en su mismo barrio, lo cual pasará a resultarle una ofensa personal. Una vez entendido esto, sigamos. La película tampoco es de acción (aunque tiene algunos momentos que pueden referir a eso), y esto es básicamente porque durante todo el metraje el ritmo que elige el director es pausado, calmo y sereno; se desarrollan todas las situaciones con cierta fluidez narrativa pero siempre tomándose sus tiempos, todo está muy pensado y controlado. Los diálogos resultan un tanto pesados con el transcurso del tiempo y el espectador empieza a querer que “pasen cosas” (al menos cosas más interesantes que las que está viendo); todo es más de lo mismo, todas las frases, los diálogos y las actitudes parecen seguir un guión que no sólo los deja sin la posibilidad de un atisbo de improvisación sino que tampoco les aporta demasiadas cualidades con las cuales lograr componer personajes tridimensionales o con características propias.
Los conflictos vecinales son, por nombrar sólo algunos, un reflector molesto enfocado directamente hacia la otra casa, unas colillas de cigarrillos tiradas del lado equivocado del jardín y, en el peor de los casos, unas fuertes discusiones con palabras hirientes. Claro que todos estos conflictos se llevan al máximo extremo posible, se estiran a más no poder como un chicle a punto de romperse, sólo para intentar darle ritmo y emoción al film. Todo esto lleva lentamente a que el personaje de Samuel L. Jackson resulte insoportable y absolutamente indefendible desde ningún punto de vista y los vecinos se transformen poco a poco en un cliché de matrimonio tratando de afianzarse como tal.
No sólo los personajes se vuelven tediosos; es llamativo también ver cómo la película está llena (por no decir plagada) de simbolismos sobre lo blanco y lo negro... Bolas de billar, muebles, ropas y varios elementos más de la puesta en escena; les propongo que vean cuántos logran descubrir, puede ser una buena manera de evitar pararse e irse de la sala durante la proyección de la película. Así como los personajes se van volviendo chatos, poco creíbles y carentes de personalidad, la película toda, poco a poco, se va haciendo tediosa y termina quedando sin ningún elemento de sorpresa, haciendo que sus personajes se vuelvan no sólo ridículos sino también previsibles. Pero cuando todo parecía perdido llega un pequeño giro argumental en la trama que intenta remontar lo que hasta ahora era un fallido film, lástima que llegue casi al final; no les voy a contar por dónde viene la mano porque entonces los dejaría sin nada para ver, pero voy a destacar que si el resto del film hubiese sido pensado en función del final y no al revés, la película habría tenido un ritmo totalmente diferente. Y hablo de un final desenfrenado, donde pareciera que el director por fin se desata de todos sus propios prejuicios y sus miedos sobre el racismo. Un final violento pero estilizado, casi divertido, que no encaja de ninguna manera con el resto de la película, pero que es sin duda lo más emocionante que tiene, lo más pasional y lo único que, con toda la furia, puede llegar a hacer interesantes a estos vecinos.