"Entre lo que se alucina, lo que se quiere ver, lo que se ve realmente y lo que no se ve, el juego es infinito: es ahí donde tocamos la parte más íntima del cine". Serge Daney.

22 de octubre de 2008

La verdad extática de Werner Herzog

Por Hernán Silvosa
Me gusta pensar que la función del documental es mostrar cómo son verdaderamente las cosas. ¿Verdaderamente? Bueno, el adverbio puede ser incorrecto, algo ampuloso y hasta contradictorio. Nada de verdad ni de fijación; lo constante, congruente, conservador y fácilmente solucionable no se llevan bien con el género documental. Mostrar entonces, si no verdaderamente, sí cómo funcionan ciertos fenómenos por debajo de las espesas capas de significación que cubren casi todo lo que nos rodea. Partir de una hipótesis concreta para comenzar luego a enfrentarla con la realidad y sus infinitas complejidades es la norma vociferada durante cualquier primera clase de cine documental; desafiar, contrastar, llegado el caso destruir. Ciertas conclusiones suelen siempre preceder a las pruebas, está claro, porque (parafraseando a Borges) ¿quién se resigna a buscar pruebas de algo no creído por él o cuya prédica no le importa? Pero en esa búsqueda siempre está, acechando expectante, aquello que logrará romper, la mejor de las veces de forma imprevista, las reglas de cualquier dialéctica de imágenes preconcebidas y pensamientos digeridos por hipótesis de escritorio: el ojo de la cámara que no se cierra y que, aun determinando siempre un punto de vista particular, se transforma en el cine documental en un testigo potencial de lo imprevisto, lo mágico y lo poético, de aquello que siempre (y éste debiera ser el objetivo de toda búsqueda) desacomoda las piezas del tablero por todos conocido.

Dicen muchos que la naturaleza del documental es intrínsecamente falsa, que su discurso se basa en la fragmentación y en la selección arbitraria de la realidad. Falsa sería también, entonces, la percepción humana en su totalidad, que también es fragmentaria, selectiva y hacedora de significados. Pero afirmar esto último sería menos un disparate insostenible que una errónea proyección de viejas ideas platónicas. El karma de Occidente es no poder evitar pensar en opuestos: fragmentario es sinónimo de incompleto y antagónico de totalidad sin faltas; concepto de totalidad con el que asociamos las ideas de lo bueno, lo correcto y valorable. Y entre verdad y falsedad se batalla el pensamiento inspirado únicamente en la búsqueda de certezas, lamentablemente. Me gusta creer, por el contrario, que el documental tendría la función de correr el manto vetusto de estos opuestos para buscar la semilla activa de lo múltiple, lo alterno y extracotidiano. Desteñir el perverso sentido común de lo meramente periodístico para incorporar en el cuerpo de su producción lo ignorado por las representaciones al alcance de la mano; llevar al extremo y subvertir, si es necesario, la pregunta inútil de dónde termina el documental y dónde comienza la ficción, para provocar el surgimiento de lo que Werner Herzog llama una verdad extática: “...existen estratos más profundos de la verdad en el cine y existe una cosa como la verdad extática, poética; ella es misteriosa y elusiva y puede ser alcanzada solamente mediante la elaboración, imaginación y estilización”. Un momento que, entre lo real y lo ilusorio, provoca algún tipo de revelación.

Los siguientes fragmentos del extraordinario documental de Herzog Mi enemigo íntimo (1999) demuestran hasta qué punto este tipo de revelaciones se vinculan con lo inútil que puede resultar discriminar ansiosamente la ficción de la realidad, algo que, a diferencia de lo que suele creerse, no impide enfrentarse con una verdad que no por estilizada es menos poética y conmovedora (es necesario ver los videos en orden, y saber que Klaus Kinski era el actor fetiche de Werner Herzog, que a ambos los unía una fuerte relación de amor-odio y que todo lo que se ve a continuación ocurrió durante el rodaje de la película Fitzcarraldo, de 1982; los fragmentos están subtitulados al inglés).