
de Joel y Ethan Coen
(EEUU, 95 min, 2008)
Por Leandro Olgiati
El cine de los hermanos Joel y Ethan Coen parecería enseñarnos dos vertientes: la primera, la más reconocible, sería aquella relacionada con un nuevo revisionismo sobre los géneros clásicos (el policial, la comedia de enredos, el western, el cine de gangsters, etc.), mientras que la otra se ubicaría en los intersticios de la primera y consistiría en una preocupación o, mejor dicho, un cinismo con respecto a la sociedad estadounidense y sus costumbres (si no un cinismo sobre la humanidad en general). Esta última característica de su cine parecería ser la más reluciente a partir de la visión de sus dos últimos films, pues Sin lugar para los débiles (No country for old men, 2007), antes que una revisión del western, una indagación sobre la violencia de un sistema. Al igual que el Joker de Batman, el caballero de la noche (The dark knight, 2008) el Anton Chigurh del film de los Coen era también aquel elemento autosuficiente y anómalo que podía perseguir un fin concreto (la identidad de Batman, un maletín con dinero), pero detrás del cual se adivinaba una motivación mucho más temerosa e incontrolable: el deseo de ver cómo todo arde. En clave más solemne, Sin lugar... era también un ascenso del infierno.
Sin embargo, los hallazgos de aquel film eran principalmente el resultado de una adaptación sobriamente fiel de la novela de Cormac McCarthy, lo que implicaba, a su vez, una austeridad y una concisión cruda que impedía a sus realizadores traslucirse de manera evidente a partir de la puesta en escena y, sobre todo, desde esa visión del mundo que los caracteriza. En Quémese después de leerse (Burn after reading, 2008) los hermanos tiran por la borda cualquier atisbo de sutileza y capacidad crítica que pudiera haberse intuido luego de su film anterior y entregan una suerte de grotesco autoparódico y autocomplaciente a partir del cual pueden volver a reírse de sus personajes e insistir con esa noción del absurdo un tanto caprichosa que subyace gran parte de su filmografía. Aquí sólo el personaje de Linda Litzke (Frances McDormand), la empleada de un gimnasio obsesionada con cuatro operaciones de cirugía estética, es el que posibilita que la película llegue a la conclusión que adivinábamos de antemano: el mundo es una colección de pseudofronterizos codiciosos y, en realidad, nadie tiene mucha responsabilidad sobre lo que hace porque la vida es tan azarosa que nadie sabe bien cómo hacer las cosas. Conclusión con la que podremos o no estar de acuerdo según nuestro nivel de misantropía pero que molesta hasta el enfado si consideramos que la opinión que de su público tienen los Coen se asemeja bastante a la docilidad inerte y sonza de Linda y Harry (George Clooney) en sus butacas riendo frente a una comedia no muy ingeniosa, meros recipientes fáciles de complacer a partir de una colección de estrellas que actúan "de onda" y haciendo un par de muecas condescendientes con el espectador. Los realizadores caen víctimas de su propio discurso a partir de una comedia negra que no pretende demasiado de quienes paguen la entrada para ir a verla: si acaso alguno se ríe de Brad Pitt y sus morisquetas (acordarse también de los “¡Yeah!” que aturdían en los diálogos de Fargo), entonces podrá decir que la pasó bien en la sala y no pedirá mucho más a cambio.
¿Entonces los Coen opinan también sobre el estado del cine? Pues bien, así parece, y su risa ya no nos incluye sino que nos toma como otro objetivo de sus dardos. Y como deja entrever una entrevista publicada hace una semana en un matutino, parece que para los hermanitos, mientras los grandes no pierdan plata cualquiera puede filmar lo que se le ocurra. En esa impunidad, lamentablemente cierta, radica el éxito de Joel e Ethan Coen.