"Entre lo que se alucina, lo que se quiere ver, lo que se ve realmente y lo que no se ve, el juego es infinito: es ahí donde tocamos la parte más íntima del cine". Serge Daney.

9 de diciembre de 2008

Sin Benigni, pero las mismas payasadas

El niño con el pijama de rayas
de Mark Herman
(EEUU, 94 min, 2008)

Por Leandro Olgiati
En De la abyección, decía Jacques Rivette que cuando un director asume la responsabilidad de llevar a la pantalla una película que trate sobre un tema como el de los campos de concentración, deben plantearse de antemano algunas cuestiones. La más importante de ellas tiene que ver con los límites morales que toda representación tiene de por sí ante una realidad semejante: frente al horror, el realismo absoluto jamás podría dar cuenta de lo sucedido. Cualquier tentativa sería incompleta y, por lo tanto, inmoral. El relato estaría determinado por una estética que lo haga lo suficientemente tolerable para que el público pueda presenciarlo en la comodidad de su butaca.

El niño con el pijama de rayas tiene como desafortunada idea asumir el punto de vista de su protagonista Bruno (Asa Butterfield), un niño alemán de ocho años hijo de un jerarca nazi (David Thewlis) asignado a la comandancia de un campo de exterminio. Bruno acompañará a su familia en la mudanza a su nueva casa-búnker y desobedeciendo todas las advertencias de sus mayores, descubrirá el campo de exterminio encargado a su padre, en donde conocerá a Shmuel (Jack Scanlon), un niño de 8 años confinado del otro lado del alambrado con quien trabará amistad.

Probablemente, uno de los aspectos más tentadores para los artífices de este tipo de historias sea el impacto generado por el contraste entre la ingenua concepción infantil y el oscuro conocimiento adulto, así como el paulatino descubrimiento por parte del niño, hecho que inevitablemente desemboca en las consabidas historias sobre la "pérdida de la inocencia". La última vez que sucedió algo similar fue con la nefasta La vida es bella, de Roberto Benigni. Sin pretensiones de ahondar o polemizar con ninguna teoría psicológica, el problema de esta elección reside en que lo que ya de por sí resulta inenarrable para el adulto, adquirirá tintes confusos y hasta relativizadores para y desde los ojos de un niño. Su mirada será siempre incompleta, y más aún lo será la de quien decida adoptarla como su posición de narrador. Es así que, por ejemplo, cuando Bruno le pregunte a su tutor filonazi si existe algún judío bueno, recibirá como respuesta severa y desafiante que un hallazgo semejante sería algo insólito, y lo que sucederá a continuación será un grueso y lamentable error de montaje a partir del cual unos pocos planos que remiten al recuerdo de Shmuel adquieren como sentido connotado final el sentimiento de que, en efecto, Bruno ha sido el maravilloso explorador que lo ha encontrado.

Pero lo cierto es que al adoptar un punto de vista semejante, pueden llevarse a cabo manipulaciones ofensivas, empezando desde el título -una sonsa alusión naïve-, hasta el razonamiento final en forma de deus ex machina que adoptan Bruno y Shmuel, y que sólo encuentra justificación en la infame secuencia final, una escalada hacia un clímax aberrante en el que el protagonista es condenado precisamente por aquello de lo que sus realizadores hacían gala, su inocencia, pero sobre todo como castigo hacia un tercero, su padre. Como si no bastara con la “pornografía concentracionaria”, en términos de Godard, el tal Herman nos sacude con intenciones de moralina.

Hay otro serio problema en la película y tiene que ver con la poco creíble ambigüedad con la que los realizadores definen al personaje materno (Vera Farmiga), de quien al principio todo parecería sugerir su conocimiento sobre la naturaleza del trabajo de su esposo (le prohíbe a Bruno ir al patio de atrás, discute con su marido por la cercanía del campo de concentración respecto de su morada, tiene miradas de condescendencia culposa hacia un detenido agonizante que trabaja para ellos) para luego terminar retratada como víctima de una súbita congoja y derrumbe moral frente a una novedad insospechada. ¿Cuál es el motivo detrás de estas reivindicaciones sobre personajes o figuras históricas? Esta operación redentora tiene mucho de parecido al más que discutible rescate que Olivier Hirschbiegel hiciera sobre la figura de Traudl Junge en La Caída, otro film para el enfrentamiento.

Pero volvamos sobre el texto de Rivette. Como fundamentación a las argumentaciones que mencionábamos al inicio de esta reseña, el crítico sostenía que el resultado final de esa atenuación del horror inherente a su representación, es la conclusión de que "por supuesto, esos alemanes eran unos salvajes, pero al fin y al cabo, la situación no era intolerable, y si los prisioneros se portaban bien, con un poco de astucia o de paciencia podían salir del paso”. De este modo, que a dos niños de 8 años les baste con cavar unos pocos centímetros por debajo del alambrado para pasar de un lado a otro, es de una necedad e irresponsabilidad tales que terminan por hundir este mamotreto de pretensiones oscarígenas.