"Entre lo que se alucina, lo que se quiere ver, lo que se ve realmente y lo que no se ve, el juego es infinito: es ahí donde tocamos la parte más íntima del cine". Serge Daney.

14 de diciembre de 2008

El cine como paraíso terrenal

Por Hernán Silvosa
Hacer explotar todo y convertir la imagen en carne depurada, de eso se trata Planet Terror (Robert Rodríguez, 2007): llevar al extremo el verosímil del género zombie, del terror más ochentoso, setentoso y clase b de la historia para convertir cualquier detalle en la mejor excusa para narrar, mostrar y levantar el volumen al máximo, disfrutar y hacer del exceso una religión convertida en placer que se siente carnal, aunque sólo la mirada y los oídos participen del juego. Porque el protagonista absoluto que acapara toda la atención en Planet Terror es la carne, en todas sus formas: virgen, sexual, mutilada, corrompida, viva, muerta, resucitada; carne fragmentada, carne digerida, carne penetrada. Y hay un personaje que nos sirve como guía y es el de “Palomita” convertida en Cherry Darling, que en la secuencia inicial de los créditos se vende como la mejor carne sexual para consumo rápido y al paso, pero que ya en esa venta de puro goce se desgarra un hilo de angustia que descubrimos con el llanto y la posterior renuncia de la bailarina a su trabajo. Su carne está para otra cosa, así que go-go, pero en la práctica. Primera sustitución, primera metáfora de Rodríguez para hablar del cine actual, industrial, mainstream o como quiera llamarse, un cine que se vende como una puta al mejor postor, al mejor espectador: el que paga más. Vender el cuerpo para que otros lo miren y se masturben con él; se mira pero no se toca, como en el cine. Pero bien, estamos recién en la secuencia de créditos y Robert Rodríguez junto con Quentin Tarantino se proponen otra cosa, que es hacer de ese cuerpo prostituido a más no poder en la actualidad (el cine) un mesías de nuestro tiempo, un profeta, una guía para atravesar con éxito los mares de la compulsión a la repetición más obscena, que es la inconciente. Pero de una punta a otra, en esta misión exacerbada de homoglobina falsa, hay todo un viaje. La carne debe merecerse el respeto que exige y no basta con renunciar y pegar un portazo (a Palomita no le alcanza cambiar de rumbo y reclamar un nuevo nombre; su cuerpo deberá primero pagar la rebeldía y recién más tarde será recompensada). La nueva carne debe sufrir y ser corrompida, mutilada y humillada hasta reencontrar el camino perdido.

¿Camino perdido? El de la sinestesia que embriaga, el de la narración que sortea la expectación de un mensaje, de un saber, de un consejo o una dádiva: el cine como carne sexual pero que se sabe incompleto, caído, sin una pierna pero que aún puede gozar y hacer gozar a los demás. Lo clásico prostituido, el código malgastado y obsecuente y compulsivo (tanto cine actual que simula clacisismo pero sólo es panfleto industrial y mecanicista) reemplazado por lo clásico sabedor de su condición fragmentaria, en falta, corrompido por el ambiente massmediático de lo etéreo pero que aún así continúa su marcha sin caer en la tentación de detenerse al costado de la ruta para levantar su pierna felina a cambio de cualquier billete. Talento inútil número uno: perder (una pierna) para ganar. Palomita (de maíz, popcorn, pochoclo) es ahora Cherry (aunque para El Wray, resabio del mejor western, siga siendo Palomita). De un cine a otro. No más popcorn, sino cherry.

Ser o no ser Bruce Willis, esa es la cuestión. Su personaje es la mejor figuración del nuevo espectador de cine: carne infectada, podrida, pero de apariencia normal; sólo necesita pequeñas dosis de pudrimiento para continuar como si nada (un alquiler en dvd del último blockbuster o algo similar). Carne hipnótica que nos tiene atrapados de los testículos y ante la menor protesta se queda con ellos. No protestar y continuar yendo al nuevo cine, ese armado en el living de casa con parlantes detrás de los sillones de cuero ecológico. ¡Larga vida a la nueva carne! (Cronenberg dixit).

No ya una exaltación del cine exploitation sino una exploitation del cine. Porque si en el Videodrome de Cronenberg el cuerpo expuesto al medio televisivo se libidinizaba de tal forma que el individuo se transformaba en una máquina de carne dispuesta a ser penetrada por la imagen de video, Planet Terror hace lo mismo pero con el cine: mantiene con él una relación fetichista y perversa, fagocita no sólo su modo de hacer sino también su modo de ser, reemplaza el homenaje del cine moderno (al igual que hacía Tarantino en Kill Bill) por una destrucción masiva del discurso que la película idolatra para hacer con sus añicos algo nuevo. La Femme fatale de Brian De Palma es, en este sentido, el culmen de una etapa en la historia del cine, la bisagra hacia otra forma de rendir culto al cine del pasado: conviven en ella la mirada del cine hacia sí mismo (el plano secuencia inicial que se desprende del Pacto de sangre de Billy Wilder es genialmente elocuente) y la ruptura de la llana autoconciencia que da lugar a un nuevo despertar, superador (el wake-up del final que no sólo resignifica sino que revierte la declaración de principios de todo film noir: del material con que están hechos los sueños a la vigilia y la liberación).

Planet Terror de Robert Rodríguez ya forma parte de este cine despierto y liberado, desatado del mero guiño complaciente, seguro de no buscar compulsivamente la complicidad del espectador. Se trata, entonces, de poner en escena el culto a una imagen cruzando el límite del paroxismo, de lo dionisíaco, haciendo explotar por el aire la carne de antaño para refugiarse en el paraíso terrenal que sólo vive y pervive en una sala de cine, único lugar donde todo es posible.