"Entre lo que se alucina, lo que se quiere ver, lo que se ve realmente y lo que no se ve, el juego es infinito: es ahí donde tocamos la parte más íntima del cine". Serge Daney.

23 de diciembre de 2008

El malo, el malo, el malo y el bueno

El rastro / The tracker
de Rolf de Heer
(Australia, 90 min, 2002)

Por Rita Falcón
Un hombre huye por el desierto. El desierto australiano de 1922. Este hombre es aborigen y se le adjudica la muerte de una mujer. Blanca. Lo siguen, para matarlo, cuatro hombres más. Tres blancos: un joven, un adulto y un viejo; el joven que pronto Tendrá El Poder, el adulto que Tiene El Poder y el viejo que Tuvo El Poder. Y un negro, esclavo, que funciona como animal de presa (the tracker, el rastreador) guiando a los blancos hacia el fugitivo. No Tiene Poder. Pero conoce el camino, conoce el desierto, conoce al hombre aborigen y sus huellas, conoce al hombre blanco, conoce la ironía. Ojo.

Así se plantea el asunto en los primeros minutos del símil western de Rolf de Heer, que se estrena con muchos años de retraso en la Argentina y en un momento del año en que difícilmente interese a alguien.

La tierra craquelada se ve bien en plano general. El viaje comienza y por momentos parece que el fugitivo, ese primer hombre que huye, importa al relato. Se escurre con éxito de sus perseguidores y los vigila también él, amenazante, escondido en las alturas. Hasta aquí uno, como espectador, esperaría lo siguiente: un montaje alternado entre el buscado y los que buscan, y una eventual confrontación, sanguinaria, que culminara con algunas muertes y garantizara la vuelta del Orden. Pero la película toma un rumbo diferente. El fugitivo se desdibuja y la acción se concentra en el grupo de uniformados y su guía para cantar, hasta la afonía, los males que trae cualquier exceso de poder.

El adulto (o el fanático, según los créditos finales) es el líder Malo, que no respeta a nada ni a nadie, que mata sin razón o para demostrar que es él quien manda y no el negro que guía sus pasos. El joven tiene un corazón inmaculado, toca el banyo y llora ante el espectáculo cruel de su jefe. El viejo no habla, porque es Sabio, y parece existir para cumplir con el único papel de subrayar que el jefe es Cruel, ya que no vacila en dejarlo agonizante en el medio del camino. Y el negro, finalmente, es sagaz, es astuto, es próvido. Acepta todo tipo de humillaciones, se somete, ironiza sobre su condición de inferioridad. Porque sabe que tarde o temprano los victimarios pagarán sus culpas, ocupando el extremo más desagradable del par, el de víctimas.

Esta pequeña fábula destinada a aclarar los tantos en la historia de la conquista australiana, está llena de canciones y de pinturas. Diez canciones que suenan sobre las figuras que se mueven acompasadamente, a veces en ralenti, y hablan de una libertad perdida, del miedo, del pasado, del destino: el campo semántico entero alrededor de “conquista”. Y las pinturas, al estilo de las de las cavernas, ilustran los hechos de violencia. Cuando el relato llega a puntos en los que se tiene que ver un cuchillo abriendo una garganta en dos o una lanza atravesando un pulmón, cuando se tiene que hacer sangre lo que era diálogo, la representación realista se escamotea a favor de unos dibujitos amarillos y rojos. Y que en total cuentan catorce. Catorce dibujitos. Algo que considerando la chatura del cuentito moral no resulta menos que una estafa para el espectador. Salvo que el espíritu navideño le pida sosiego y entonces agradezca la indolencia y la buena conciencia de estos blancos que reconocen que se les fue la mano con el exterminio de los nativos.