
En un tiempo donde el cuerpo es trivializado por una imagen digital omnipresente, donde lo virtual prescinde del contacto real y la piel es desplazada por infinitos píxeles corregibles a distancia, El luchador es carne, pura carne. Despedazada, observada, invadida, aplaudida, tajada, reformada y estetizada hasta el extremo, pero una. Carne que avanza, cae y se redime. Y es importante destacar que el cuento de sufrimiento, caída y redención (miles de veces contado en películas a lo Rocky) es en este caso no tanto la causa sino más bien la consecuencia de un acercamiento descarnado y sincero que Darren Aronofsky lleva adelante sin mucho más que con su cámara (quiero decir: el dato del cuento mil veces contado es tan preciso como inútil; también mil veces, por ejemplo, una película fue protagonizada por un hombre y llevó en su título el artículo “El”). Es quizás por esta serie de detalles que el director decide alejarse de cualquier intención operística y concentrarse en la relación entre la cámara y su protagonista, relación que durante un comienzo será de absoluta austeridad y recato (esa primera y maravillosa imagen que vemos de Randy en el presente, sentado de espaldas al espectador, observado a la distancia y desde abajo, casi al ras del piso) para luego ir volviéndose cómplice de los más pequeños detalles (desde los numerosos seguimientos a Randy pisándole los talones, en largos planos sin cortes, expectantes de alguna conducta que presienten reveladora, hasta la compañía codo a codo durante su trabajo en el supermercado, los encuentros con su hija o el descubrimiento en primer plano de una lágrima cayendo por su rostro, imagen que Aronofsky decide abandonar en el momento justo). Caída y redención mil veces contada, es cierto, pero que poco tienen que ver aquí con el éxito deportivo idolatrado como meta, el regreso a la gloria o la superación personal (la renuncia de la película al uso de las clásicas secuencias de montaje tan propias del género es todo una declaración de principios). No hay superación en Randy ni adaptación a los tiempos que corren: su carne se redime (se libera) reconduciendo su deseo por encima de todo y de todos los demás. En un medio cuasi-circense donde todo es falso menos los huesos rotos y las cicatrices, es el cuerpo quien tomará la delantera para decidir quién quiere ser.
Adaptación al medio o deseo personal, esa es la cuestión. Podría argumentarse que Randy “no sabe hacer otra cosa” y que por eso vuelve al ring, luego de su operacion, buscando la gloria. Nada más equivocado, y la película misma despeja las dudas: cuando tiene que hacerlo, Randy consigue trabajo, aprende rápido y se transforma en el empleado más simpático de todos. ¿Por qué confundir el ser con el hacer? La verdad no es que Randy no sepa hacer otra cosa, sino que Randy no quiere ser otra cosa. Se reconocerá, finalmente, aceptando lo que pierde (a Pam y a su hija) por decidir continuar siendo “The Ram”. Diferente es lo que ocurre con Cassidy, un personaje que funciona como el espejo exacto de Randy pero cuya imagen, como en todo espejo, es igual pero invertida. Ella también trabaja con su cuerpo pero jamás duda de sus verdaderas intenciones: sabe que su "Cassidy" es un nombre artificial, que no la nombra por fuera de ese mundo nocturno del que sólo le interesa el dinero para realizar los proyectos en un futuro cercano junto a su hijo (su verdadero nombre es Pam, y el condominio en Tampa el sueño americano al alcance de su mano); se trata de la encarnación del discurso correcto, valorable, a través de cuyo esfuerzo consigue lo que quiere adaptándose a la circunstancia social, inmediata. Por el contrario, Randy la tiene más difícil: habiendo renunciado hace décadas a su nombre falso (Robin Radzinski, y con él a su hija, para quien hoy Randy es un fracaso de persona) en virtud de perseguir su deseo (las peleas con su cuerpo), los años 80 que le servían de coartada a lo que era quedaron atrás, los 90 fueron una mierda (Randy sic) y en el presente su cuerpo deteriorado se resiste a seguirle el juego. Randy jamás ha dejado de ser lo que fue (por eso la película nunca tropieza con lo melancólico ni el golpe bajo) pero su vacilación significa su caída (pasajera) y también su intento de recuperar ingenuamente un tiempo perdido que se traduce a la vez en el manotazo de ahogado para renombrarse con palabras que no le pertenecen. ¿Randy? ¿Radzinski?
Pero el cine no vacila, decide. Randy ante la salida de su enfrentamiento final y Pam intentando retenerlo; Sweet child of mine de los Guns n’ roses (“her hair reminds me of a warm safe place, where as a child I'd hide”) sonando de fondo... Y todo está dicho: Randy niño ya no existe y los lugares seguros (el prólogo-paraíso de fotos sin vida animadas por voces irreales) tampoco. Randy decide y sale a pelear, a poner el cuerpo. El ring, el teatro, los golpes. Ni los zumbidos de su cabeza que señalan la tragedia impiden a Randy coronarse en lo más alto del ring, mientras la cámara, desde una distancia justa y nuevamente desde abajo como en el comienzo (en una simetría perfecta), nos muestra al luchador con el esplendor de quien, aun sabiéndose al borde del abismo, elige arrojarse con decisión y firmeza. ¿Qué otra cosa para mostrar de ese salto que el salto en sí mismo? Austera, la cámara inmóvil permanece durante varios segundos observando la nada, mientras la carne desmesurada (por ende trágica) de Randy "The Ram" Robinson obedece satisfacer al mayor de los excesos: su deseo. Y el cuerpo (aquello de lo que El luchador se trata) recupera finalmente, fuera de campo, su verdadero nombre.