"Entre lo que se alucina, lo que se quiere ver, lo que se ve realmente y lo que no se ve, el juego es infinito: es ahí donde tocamos la parte más íntima del cine". Serge Daney.

21 de junio de 2009

Up, la felicidad de sentirse parte

No existe gente en Sudamérica. Sólo paisajes exóticos y animales extraordinarios. La fantasía burguesa del american dream of life (el way ha trastabillado y la certeza de su destino es poco menos que sospechosa) se eleva por las nubes y persigue el grado cero de la cultura. Regresar al estado prístino del hombre es para esta nueva película de Disney/Pixar regresar a una tierra prometida donde el hombre occidental (el hombre norteamericano) se encuentra consigo mismo para la revelación de su destino: abandonar en la figuración onírica (que la película finalmente materializa de manera melancólica en un álbum de fotografías) la fantasía de sus deseos incumplidos y transmitir, como deber insoslayable y categórico, la norma de corrección moral a las nuevas generaciones. Descendencia que atraviesa la frontera de lo filial y que abarca, terminada la guerra fría y la amenaza furiosa del comunismo, todo el planeta Tierra (representado, como tantas otras veces, en un personaje simpático de ojos rasgados).

Identificarse con el anciano desdichado pero con sueños. La bella secuencia sin diálogos del comienzo (con aplausos garantizados y sentido de extrema precisión) introduce la idea del sueño americano concretado pero con la salvedad de un resto que ha quedado insatisfecho. Pero este resto no es estructural: ¡nada hay en el pragmatismo de nuestra sociedad que no pueda satisfacerse mediante la acción! El dictamen infla el pecho de voluntad y mueve a la aventura: “habré sido feliz si puedo completar el sueño de mi infancia”. Del puedo-morir-feliz-porque-estoy-realizado al no-debo-morir-sin-realizar-esto. Con menos ingenuidad que sutileza, es la muerte de su esposa lo que introduce al protagonista en la anagnórisis inicial que sirve como el gran disparador de la trama. No fue el modo de vida social (causa del hombre) aquello que impidió la realización del viaje y la satisfacción del deseo compartido en el matrimonio sino la muerte cruel y repentina (consecuencia de la naturaleza) la que dejó trunco el sueño. Para evitar desengaños molestos (y demasiado tempranos en el espectador) la película recurre a lo que mejor sabe hacer la Disney de la última época: simular una crítica al american way of life (que ya no importa demasiado, como dijimos más arriba) mediante una escena clara y contundente: la pequeña y simpática casa del anciano rodeada de una modernidad que se levanta implacable y sin respeto por los otros. La solución aplicada por Disney a semejantes terrores de modernidad estereotipada es un giro postmoderno de indiferencia nihilista: integrar, cueste lo que cueste. La molestia es el viejo y su fantasía incumplida, así que hagámoslo soñar y volar por las nubes. No cuesta nada.

Identificarse con el niño aventurero, ingenuo, desarraigado, sin madre, con padre ausente y así… Esencia del otro que no forma parte, aún, de la maquinaria deseante del pueblo norteamericano (que sintiéndose arquetipo de Occidente, siempre utiliza los ojos rasgados como símbolo de otredad). Identificarse con ese otro cuya esencia es lo disfuncional, como el mundo; ésa es la cuestión. Se persigue a corto plazo una meta sencilla (ayudar a los mayores) para ser aceptado por la generalidad anónima de integración inmediata. La incipiente comunión entre el viejo y el niño es forzada a conciencia (uno busca una cosa, otro busca otra cosa), aunque rápido se complementan como si fueran la misma persona y aprenden, en el contexto celestial de un paraíso divino (con diablo y demonios caninos incluidos), a ser mejores personas y con menos problemas. Es decir, mejor adaptadas.

Modelo a seguir. Las inmaculadas Cataratas Paraíso son el último vestigio de un paisaje ignoto, lleno de misterio pero sin vida, salvo la de un extraordinario animal de colores intensos y la de un norteamericano llamado Charles Muntz en compañía de sus servidores, descarriado del sistema que sólo busca la gloria personal. Un detalle importante: ambos están junto a sus crías. El ave junto a sus pichones (vínculo que se revela hacia el final para transferir hacia el par anciano-niño las cualidades inmaculadas de su naturaleza) y Muntz junto a sus perros charlatanes. Debemos entenderlo (nos dice Disney): en este paraíso perdido, en esta tierra de grado cero cultural donde todas las relaciones toman la fuerza virginal de la pura evidencia, los padres crían a sus hijos (no como en aquella otra donde los padres se ausentan sin razón y dejan la educación de sus pequeños al azar de la calle); aprendamos del paraíso aquello que nos falta para continuar siendo mejor de lo que somos. El modelo a seguir, por supuesto, no es el del hombre descarriado, paranoico y egoísta que en lugar de dejar descendencia busca la gloria personal y hace hablar a sus perros mediante tecnologías inefables. El modelo a seguir es el del animal bello, incorrupto y libre (acompañado en la aventura, por si acaso, por un canino rubio y bondadoso -los otros son negros y malos- que se separa de las huestes del enemigo para convertirse en mascota ideal y reforzar, sin posibilidad de error, el sentimiento de pertenencia que corresponde).

La medida de las cosas. En la forma que América se sueña a sí misma, en las alturas de la tierra prometida que sirve para purgar los malos sentimientos y las culpas de antaño, una teoría del buen salvaje con ribetes postmodernos (con tantos ribetes que incluye la negación del salvaje en cuestión) cumple con la intención de hacer borrón y cuenta nueva. El fin: rescatar lo más conservador del vínculo filial en la naturaleza para su aplicación, luego del viaje de regreso, en la aldea desde la cual se inició el viaje de aventuras iniciáticas (que en Up se realiza, si y sólo si, a través del saber conservador de los mayores). Porque si un aprendiz de boy scout puede ser, en la Nueva Era Obama, un niño obeso, ingenuo, sin madre, con padre ausente y de origen oriental, también es cierto que su padre no puede ser un inmigrante que venga a alterar (en el sentido etimológico de introducir a un otro) lo más conservador y tradicional de una cultura superior que busca ser expandida como modelo de aplicación sobre todas las geografías imaginables. La transmisión de la norma de un padre a su hijo se transforma, de este modo, en el sentido general (y principal) de toda la película. Pero, está claro, no de cualquier padre; ni tampoco a cualquier hijo.

Cada cual en su lugar (para recibir la medalla). En la cultura norteamericana, pragmática como pocas, la palabra ha sido siempre menos importante que la acción. Lejos de habladurías, consejos o exigencias señaladas con el dedo (la película no subraya sus intenciones mediante los diálogos, pero sí mediante la aplicación de una fórmula que parece una réplica de la de Wall-E) el anciano protagonista, mediante las acciones de su viaje, ocupa el lugar que la película le ha ido preparando desde el comienzo: el del padre que imparte la ley. Preparación llevada a cabo no de boca en boca, no a través de relatos o de mitos que transmiten los detalles de una regla individual en el contexto particular de una sociedad cuyo domino simbólico termina donde comienza el de cualquier otra, sino a partir de la asignación de los diferentes personajes a lugares de sentido específicos en las tramas y subtramas que no siempre, como en este caso, se ensamblan con la fluidez y la naturalidad con que podrían hacerlo. El ya clásico funcionalismo de Disney/Pixar, entonces, aburre primero y se vuelve en seguida cada vez más irritante (y hablo de su funcionalismo, no así de la película en general, que pese a lo que puede sugerir esta nota no me parece mala). Y cuando comprendemos que no sólo los personajes conforman una seguidilla de pequeñas alegorías del mundo globalizado sino que además es al espectador a quien se le reserva un lugar privilegiado en el ensamblaje de significados pragmáticos donde cada cosa tiene su razón de ser, todo resulta demasiado aleccionador. Porque no es a su nuevo hijo de ojos rasgados y con gritos de pertenencia a quien el padre satisfecho (cumplido ese resto que ya no molesta) ofrece su lugar: es a nosotros, los espectadores, a quienes nos invita con una sonrisa final y un dejo melancólico (que siempre ayuda) a ocupar ese cuerpo de pertenencia ideal que los años de experiencia mediática han sabido disfrazar sobre el esqueleto real del puro adoctrinamiento.

Nosotros, contentos de ser parte, felices por ser hijos, dispuestos con nostalgia ajena a recibir lo mejor de la experiencia para el mejor de nuestros futuros posibles, aplaudimos, integrados a la maquinaria que demanda por nosotros y que materializa en fotografías de deseo realizado (ya sin resto) la individualidad que nos hace, o nos hacía, libres.