"Entre lo que se alucina, lo que se quiere ver, lo que se ve realmente y lo que no se ve, el juego es infinito: es ahí donde tocamos la parte más íntima del cine". Serge Daney.

27 de julio de 2009

Ponyo, o la forma espontánea de la emoción

Es curioso, porque Ponyo (la última película del gran Hayao Miyazaki) comparte varios temas de su trama con las últimas películas de Pixar (la contaminación del medio ambiente y la vejez, entre otras cosas) pero, aun así, se para en las antípodas del regodeo tecnológico, los altibajos emocionales previsibles y la búsqueda parsimoniosa del ya clásico (y aburrido) mensaje didáctico para un mundo mejor. En Ponyo las imágenes respiran una magia y una libertad imposible de encontrar en tantas otras producciones donde la corrección y la buena conciencia son el resultado de un estudio de mercado y no la necesidad irreemplazable y personal de comunicarse con el mundo mediante dibujos en movimiento. Hay en la simpleza de los trazos de Miyazaki un grito personal contra la carrera tecnologicista del tresdé todopoderoso. Un grito y un deseo, una vindicación del costado más elemental de una realidad transformada en dibujos de colores para que la magia vuelva posible lo imposible, visible lo invisible y verdadero lo artificial. Y con figuras de líneas simples y una exacta (por única) combinación de colores vivos se logra despertar un placer tan primitivo como extraordinario: el que se sabe y se siente verdadero porque no media en él ninguna manipulación.

Entrar en la película de Miyazaki es entrar en un mundo donde las imágenes toman la forma espontánea de las emociones, y no al revés (los chorritos de agua que Ponyo lanza con su boca según su estado de ánimo se repiten varias veces durante la película pero jamás se vuelven previsibles ni forzados). Por eso lo espontáneo puede resolverse en un movimiento simpático de Sosuke corriendo por la playa, en una mirada tierna de Ponyo desde el balde lleno de agua o en gigantes olas del mar que adoptan ojos y movimientos de seres vivos y que pasan sin advertencia de la amenaza a la ayuda o de la furia a la bondad, y viceversa. Sin la necesidad de que un villano amenace de manera torpe y arbitraria los deseos del personaje protagonista ni que subtramas paralelas cobren vida o desaparezcan con la sola función de aletargar con frenesí la estrutctura narrativa de tres actos (encorsetando hasta el tedio cualquier intento de la imaginación por desbordar en nuevas formas, como ocurre en Up, lo último de Pixar), Ponyo ofrece lo mejor del cine para un espectador de cualquier edad, porque en este caso lo "infantil" del género no se compensa con temas importantes o escenas de qualité para facilitar el regocijo de la mirada adulta, sino con la comprobación feliz de que el espectador es, para películas como Ponyo, un espectador de todas las edades pero también de ninguna.

Un poco inmortal o atemporal o eterno, el espectador de cine se resiste a la demanda de un mundo que lo quiere siempre perfeccionable y ávido de novedades, y quizás no desea otra cosa que algunas imágenes de la pantalla lo descubran ahí sentado en su butaca, le presten algo de atención y lo quieran un poco más de la cuenta, en parte para que (como desea la sirenita Ponyo) pueda transformarse, atravesar la pantalla y ser lo que no es. Al menos durante unos cien minutos inolvidables que no requieren un mayor entendimiento. Porque, como decía Oscar Wilde, existe algo muy superior al genio y que no necesita explicación: es la belleza.