
Entrar en la película de Miyazaki es entrar en un mundo donde las imágenes toman la forma espontánea de las emociones, y no al revés (los chorritos de agua que Ponyo lanza con su boca según su estado de ánimo se repiten varias veces durante la película pero jamás se vuelven previsibles ni forzados). Por eso lo espontáneo puede resolverse en un movimiento simpático de Sosuke corriendo por la playa, en una mirada tierna de Ponyo desde el balde lleno de agua o en gigantes olas del mar que adoptan ojos y movimientos de seres vivos y que pasan sin advertencia de la amenaza a la ayuda o de la furia a la bondad, y viceversa. Sin la necesidad de que un villano amenace de manera torpe y arbitraria los deseos del personaje protagonista ni que subtramas paralelas cobren vida o desaparezcan con la sola función de aletargar con frenesí la estrutctura narrativa de tres actos (encorsetando hasta el tedio cualquier intento de la imaginación por desbordar en nuevas formas, como ocurre en Up, lo último de Pixar), Ponyo ofrece lo mejor del cine para un espectador de cualquier edad, porque en este caso lo "infantil" del género no se compensa con temas importantes o escenas de qualité para facilitar el regocijo de la mirada adulta, sino con la comprobación feliz de que el espectador es, para películas como Ponyo, un espectador de todas las edades pero también de ninguna.
Un poco inmortal o atemporal o eterno, el espectador de cine se resiste a la demanda de un mundo que lo quiere siempre perfeccionable y ávido de novedades, y quizás no desea otra cosa que algunas imágenes de la pantalla lo descubran ahí sentado en su butaca, le presten algo de atención y lo quieran un poco más de la cuenta, en parte para que (como desea la sirenita Ponyo) pueda transformarse, atravesar la pantalla y ser lo que no es. Al menos durante unos cien minutos inolvidables que no requieren un mayor entendimiento. Porque, como decía Oscar Wilde, existe algo muy superior al genio y que no necesita explicación: es la belleza.