
1. Siempre se dice de la televisión que abusa del primer plano, y no está mal; en un plano abierto los detalles se pierden, las acciones carecen de precisión y la intimidad de una imagen que pide a gritos ser domesticada se escapa corriendo y disminuye el número de miradas televidentes. A diferencia de la sala de cine, que funciona como un paréntesis casi metafísico (salvo en una de las salas Arteplex del centro de Buenos Aires, que se encuentra a varios metros bajo tierrra y parece venirse abajo cada vez que pasa el subte a pocos metros), la televisión compite cuerpo a cuerpo con el mundo (al cinéfilo no le alcanza con apagar su celular, encerrarse a oscuras con la imagen y pedir que no lo molesten, porque el peligro de la interrupción insoportable permanece siempre latente). Por eso el plano abierto en la televisión es la mayoría de las veces un separador, una imagen que dura pocos segundos y que invita a la distracción (acomodarse en el sillón, dejar el café sobre la mesa). Luego del relax, es necesario volver a ponerle la correa de sentidos a la imagen para que no salga corriendo y se escape por ahí; reaparece el primer plano (nada obliga más a seguir mirando una imagen que una imagen con una mirada), los decorados interiores, la disposición de las cámaras en una cuarta pared de tipo teatral y los personajes que siempre hablan parados, sentados o detenidos (aun si están caminado mientras conversan, por ejemplo, como ocurre en los muy usados planos grabados con teleobjetivo o "zoom al mango", donde dos personajes caminan hacia cámara en la calle y jamás modifican su tamaño de plano). La meta de la imagen es la seducción. Con el sonido pasa algo similar. Ante el primer intento de la imagen de querer escaparse, de mostrar que puede (¡puede!) no sólo ser un registro diáfano de los objetos y del mundo sino también una mirada particular, una contradicción o una fantasía, aparece al instante el sonido guardián para atajarla. La voz y la música se comportan igual que un primer plano: impiden la distracción y la ambigüedad; lo que se dice siempre comunica (siempre informa sin mucho ruido para seguir una trama de manera relajada) aun si pierdo de vista la imagen por varios segundos (reacomodarse en el sillón, tomar el café sobre la mesa), mientras que la música acompaña o simplemente pone grilletes a la emoción. Este subrayado del que tantas veces se habla no es únicamente una redundancia, una repetición o una cursilería, sino la plena conciencia volcada sobre la pantalla de que la imagen y el sonido tienen prohibido decir otra cosa que la que dicen. De que todo el sentido comunicable está contenido sin conflicto ni alteraciones entre los límites del marco. La televisión ignora el fuera de campo.
2. Dos estrenos recientes del cine argentino (El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella, y Anita, de Marcos Carnevale) me hicieron pensar en estas diferencias entre el código de la televisión (su forma de narrar, de mostrar, de incluir y exluir al televidente) y el cine. Entre la relevancia de una película que se nutre del cine (de su historia, sus géneros y posibilidades) y es relevante en todo sentido (en lo formal, en lo popular) y otra que, lejos, queda estancada en una imagen que se alimenta sólo del marco televisivo y sus limitaciones.
3. Recomiendo mucho la muy buena película de Campanella: hace verosímil lo inverosímil a través de recursos propios del cine y con absolutra honestidad (un montaje y una estructura temporal justificados por la permanente actualización de un punto de vista, hacedor de imágenes que buscan transformarse en una mirada particular y problemática sobre el mundo y que jamás renuncia al deseo personal y a la pasión de sus personajes). Anita, por el contrario, no cree ni en sus imágenes ni en sus personajes; los desprecia, completamente (prestar atención, si no, a lo que la película hace con el personaje de Luis Luque en una escena sobre el final, donde miradas inquisidoras lo denuncian mientras la cámara pivotea de un lado al otro regocijándose con el asunto). Dice todo el tiempo lo que muestra y muestra todo el tiempo lo que dice, y, aun así, cierra todo con un proverbio/refrán/mensaje aleccionador que en letra gigante sobre la pantalla, antes de los créditos finales, nos ayuda a entender lo que hasta ese momento (qué buenos) continuábamos poniendo en duda: que el cine es otra cosa, por suerte.
(*) Para crítica de El secreto de sus ojos recomiendo esta nota y esta otra, de Nicolás Prividera.