"Entre lo que se alucina, lo que se quiere ver, lo que se ve realmente y lo que no se ve, el juego es infinito: es ahí donde tocamos la parte más íntima del cine". Serge Daney.

16 de octubre de 2009

Sobre un plano de Los abrazos rotos

3. Un cineasta sufre un accidente y queda ciego. No puede ver, no puede filmar (mucho menos filmar para ver). Muere, de alguna manera. Cambia su nombre real por un seudónimo y se convierte en guionista. Puede, sí, inventar historias con facilidad: tragedias, melodramas y fantasías de vampiros enamorados. Describir imágenes, tal es su trabajo. La computadora le habla las noticias y el braille que toca sus dedos le traduce el mundo de lo cotidiano sin mayor dificultad. Cuando la descripción que recibe no alcanza (cuando no quiere alcanzar) sus manos tocan y su boca besa: el acto sexual está asegurado (detrás del sofá, claro, fuera de campo, porque no hay imagen posible sin descripción, según el axioma de todo guionista). La comunicación está garantizada y todo puede y debe ser vehículo de significados precisos; la oscuridad, menos hija de su ceguera que del nombre-máscara que ha elegido inventarse, le facilita certezas. Pero una imagen cambia las cosas.

2. Una imagen empieza a matarlo otra vez. La de un video documental que registra el último momento con vida de la mujer que ama(ba), besándolo. Pide que le describan con detalle la imagen, pero es en vano; pide cámara lenta, reproducción cuadro a cuadro, pero nada. Si pudiera congelar la imagen y meterse en ella lo haría (como aquel fotógrafo de Cortázar cuya mirada se volvía, para siempre, la de su propia cámara). Pero no puede ver. Sus manos se apoyan sobre la imagen intentado descifrarla, pero es inútil. Las imágenes nacen, y mueren, para ser vistas, no queda otra. Y sin embargo, es a partir de esta imagen ausente que lo conmueve que su máscara protectora de guionista finalmente se rompe y su verdadero nombre, el del cineasta, vuelve a ver la luz. Esa imagen en directo que registra su muerte es también, paradójicamente, su resurrección. Quizás porque el mayor y último sentido de la imagen que vemos en el cine está determinado por aquello que jamás podemos ver: el fuera de campo.

1. El nombre se recupera, el cine nuevamente es posible y la película (como ciertos rompecabezas en los cuales es imprescindible la ausencia de una pieza para que las otras puedan moverse con libertad) encuentra su cierre en la sala de montaje. Porque las películas hay que terminarlas, aunque sea a ciegas.