
2. Una imagen empieza a matarlo otra vez. La de un video documental que registra el último momento con vida de la mujer que ama(ba), besándolo. Pide que le describan con detalle la imagen, pero es en vano; pide cámara lenta, reproducción cuadro a cuadro, pero nada. Si pudiera congelar la imagen y meterse en ella lo haría (como aquel fotógrafo de Cortázar cuya mirada se volvía, para siempre, la de su propia cámara). Pero no puede ver. Sus manos se apoyan sobre la imagen intentado descifrarla, pero es inútil. Las imágenes nacen, y mueren, para ser vistas, no queda otra. Y sin embargo, es a partir de esta imagen ausente que lo conmueve que su máscara protectora de guionista finalmente se rompe y su verdadero nombre, el del cineasta, vuelve a ver la luz. Esa imagen en directo que registra su muerte es también, paradójicamente, su resurrección. Quizás porque el mayor y último sentido de la imagen que vemos en el cine está determinado por aquello que jamás podemos ver: el fuera de campo.
1. El nombre se recupera, el cine nuevamente es posible y la película (como ciertos rompecabezas en los cuales es imprescindible la ausencia de una pieza para que las otras puedan moverse con libertad) encuentra su cierre en la sala de montaje. Porque las películas hay que terminarlas, aunque sea a ciegas.