"Entre lo que se alucina, lo que se quiere ver, lo que se ve realmente y lo que no se ve, el juego es infinito: es ahí donde tocamos la parte más íntima del cine". Serge Daney.

24 de noviembre de 2009

Poder ser y tener un cuerpo

Jorgelina quiere crecer. Tener sus espacios, sus tiempos, sus cosas. Quiere entrar en la adolescencia como ya lo ha hecho su hermana mayor, pero todavía no es su momento. Quiere tener privacidad, o más bien necesitar tenerla, pero la urgencia de sus palabras es más veloz que la de su cuerpo. Reemplaza el verano en el mar con su hermana, los amigos de ella y su madre por la estancia de campo junto a su padre. Allí comparte sus días con Mario, un chico de su edad. Jorgelina, ansiosa por crecer, ansiosa por saber, encuentra en él un compañero perfecto para intentar responder a muchas preguntas y quizás resolver el mayor de sus (de los) enigmas: el cuerpo.

Poder ser. Qué buena película es El último verano de la Boyita (Julia Solomonoff, 2009). Difícil para un género (el coming of age, como lo llaman los norteamericanos) que suele limitarse a la exhibición de obstáculos vencidos por un personaje que persigue el fin superador de pasar de una etapa a otra, reivindicando a ciegas la idea de que estos pasajes, las postas a superar y las nuevas etiquetas de identificación personal obtenidas llevan nombre y apellido y son fácilmente referenciables. Pocas veces (y éste es el caso de El último verano…) la película se juega a intervenir en dichos pasajes desde una mirada que busca menos la confirmación de lo conocido que la pregunta por lo que puede ser.

Poder ser un cuerpo. También una película puede ser como un cuerpo: un enigma. Tiene un nombre, camina, habla, mira y es mirada, seduce. Muestra en parte, no todo (porque no todo puede ser visto). Lejos de la cultura multimediática que impone la idea (su única idea, quizás) de que todo es factible de ser mostrado, compartido, comprimido y duplicado, el cine continúa resistiendo, y lo hace refugiándose (como siempre) en un tipo de experiencia que no poco tiene que ver con lo mítico, en la búsqueda permanente de una imagen que no siempre se completa, pero cuya aparente y tenue percepción nos permite el contacto, siquiera pasajero, con aquello que sentimos más allá (o más acá) de lo efímero y cotidiano. En ese hacer trabajoso que poco tiene que ver con la comunicación y mucho con la vivencia, el cine permite escapar de lo contingente no a través de la transgresión premeditada o de la promoción panfletaria de un discurso previamente digerido (o sí, pero esas películas importan poco y nada) sino a través de lo que Jean-Louis Comolli llama, del lado del espectador, un saber de otro modo. Y si una película fuera de verdad como un cuerpo, quizás este saber de otro modo se lograría sumergiéndose de cabeza en la experiencia casi carnal de su descubrimiento. Después de todo, rever una buena película es encontrarle, siempre, un nuevo lunar en la espalda.

Para finalizar con semejante paparruchada retórica, me limito simplemente a recomendar esta película, este cuerpo bello y enigmático que jamás invita a poner etiquetas registradas (serializadas, modeladas) de identificación personal, y que comparte con su espectador, sin embargo, las preguntas y la evidencia de lo que puede ser la formación de una identidad. El último verano de la Boyita, el segundo film de Julia Solomonoff.