
Muy negra. Tan negra que el cuento importa menos que el desplazamiento de su lógica y la fluidez de su devenir (el secreto está en no confundir la película con su MacGuffin, se cansó de explicar Hitchcock). Porque del material que están hechos los sueños es El halcón maltés (John Huston, 1941) -imposible olvidar aquella declaración de principios fundacional en boca de Humphrey Bogart- pero también La dalia negra, aunque esta última sea más bien una pesadilla interrumpida y traumática; partida al medio, literalmente.
Como la lente partida de la cámara que permite a De Palma observar, cual si fuera una serpiente, sin borramiento y por igual, el primer plano y el fondo lejano. Pantalla dividida que no es en De Palma un mero recurso virtuoso y onanista -otros recursos quizás lo sean, bienvenidos de todas formas- sino una puesta en evidencia, en escena, en cuadro, en extremo y obsesivo découpage, de sus dos amores incondicionales y eternos: la transparencia del cine clásico y el manierismo del moderno.
Claro que lo clásico no tiene lugar en los films de De Palma sino a través de la búsqueda infructuosa de una imagen límpida y virginal, casi abstracta, a conciencia de que esa travesía dejará en el camino fragmentos sangrantes de un cine de antaño donde la mirada inocente de la cámara obedecía, sin objeciones ni culpas, los letreros desafiantes de “No trespassing”. Pero Welles y Hitchcock tomaron una cámara y pasaron por el cine. No hay vuelta atrás, imposible.
Eso no impide que Bucky Blichert (Josh Hartnett) quede parado frente al retrato desencajado de Gwynplaine -ese primitivo guasón de Víctor Hugo reinventado en imágenes por Paul Leni que daría luego origen al del comic- y que su mirada descubra una molestia, una vaga sensación de incomodidad. “No entiendo el arte moderno”, dice perplejo observando la pintura. “Dudo que él tampoco te entienda...”, le contesta una Hilary Swank convertida en una de las mejores femme fatale de las últimas décadas.
La última escena de la película, ese maravilloso plano onírico interrumpido por los cuervos y el cadáver sobre el jardín, viene a confirmar que la justicia poética del happy-ending ya no tiene lugar en el cine, que el chico-bueno puede quedarse con la chica-rubia y el asesinato, por supuesto, quedar resuelto...
Pero ojo, que los cuervos rabiosos depalmianos seguirán preguntando, con el sinsabor de una pérdida irremediable, qué hacer con la cámara y para qué.