
Sórdida, oscura, hipnótica, densa, onírica, ambigua, molesta, arbitraria, sugestiva, laberíntica y negra, muy negra. Todo fascina en El aura (Fabián Bielinsky, 2005). Todo es en ella lo que es y a la vez otras cosas. La imagen y el sonido, los objetos y las miradas, las palabras, los dibujos, el paisaje, la música, el silencio. Todo es hipnótico, de principio a fin. Por el borde filoso que separa la vigilia de los sueños Bielinsky construye una película de imperiosa genialidad, con un trabajo de cámara, planificación y montaje que se acerca a lo mejor del cine argentino de los últimos treinta años -Aristarain incluido-.
Hay tanto Hitchcock, tanto Welles, tanto Lynch y tanto De Palma en esta película que la experiencia de la imagen se convierte verdaderamente fascinante. Tanto género, además, que la película se permite adherir a las reglas del policial clásico, del thriller moderno y del film-noir más cinéfilo y oscuro de todos para luego hacer con ellas, por supuesto, absolutamente lo que quiere. Y lo que quiere no es otra cosa que someter las operaciones formales del cine a la historia que se cuenta, y viceversa. Bielinsky comprende que lo más singular y específico del arte cinematográfico reside en la imagen y el sonido, no en la palabra, y pidiendo permiso entre los más grandes cineastas levanta su pancarta contra la tendencia verbocentrista del cine menos arriesgado de todos para hacer lo que mejor sabe: narrar con imágenes. Algo que no se traduce, claro está, en la ausencia de diálogos, textos escritos y voces en off, sino más bien en que todos estos elementos, que parecerían en principio colocar a la palabra en primer plano, se combinan siempre de tal forma con la imagen que producen un sentido alterno y enriquecedor.
Todo pareciera hacer síntesis en El aura. El tipo de montaje constructivista que va encadenando planos en cada secuencia se nutre de múltiples significaciones a medida que avanza la película. Nada es unívoco y todo permite (y requiere) la posición activa del espectador. Sin evitar la solidez y el dinamismo del mejor entretenimiento popular, las imágenes avanzan y piden ser resignificadas a cada paso, desde el primer plano hasta el último. De constantes y diversas oposiciones (imagen-imagen, imagen-sonido, campo-fuera de campo, etc) nace la posibilidad, en el tiempo interno del film, de la multiplicidad de lecturas, miradas y descubrimientos.
Lo interesante que logra Bielinsky en la película es poner en evidencia este mecanismo estrictamente cinematográfico (que siempre gira alrededor de la mirada) y mostrárselo en las narices al propio espectador. Porque mucho se ha dicho del personaje de Darín jugando el rol de espectador dentro de su propia película (la gloriosa escena del robo a la fábrica filmada con una cámara que en plano general registra la acción desde la espalda del protagonista se trata, sin duda, del mejor ejemplo) pero poco sobre su rol de cineasta encubierto. Y es que si se presta atención, el poder de observación del personaje de Darín, mezclado con su exacerbada obsesión, creatividad e inteligencia, dan como resultado un juego de imágenes que no son alucinadas en su mente con las habituales imprecisiones de un sueño o de una fantasía de poco vuelo, sino que se construyen en una cadena de montaje y significación del todo precisos que supera ampliamente la habilidad que bajo el nombre de “memoria fotográfica” se le atribuye al personaje dentro de la película. Más que fotografía es imagen en moviemiento. Este hombre no fantasea con credulidad ni tampoco tiene sólo buena memoria espacial; segmenta, mediante el ojo agudo de su mirada penetrante, una porción de la realidad y hace cine con ella.
Metáfora de gestación y puesta en abismo a la inversa. Sobre aquello que no es objeto de la mirada del protagonista se levanta un fuera de campo que sólo es posible como amenaza y desequilibro en potencia. No es casual que el film se inicie con la pantalla en negro y la primera imagen que veamos sea el cuerpo del protagonista en el suelo de un cajero automático luego de sufrir uno de sus ataques de epilepsia. La representación sólo puede iniciarse estableciendo un punto de quiebre respecto de lo que puede o no ser observado por este hombre, de lo que puede o no ser organizado en su particular cadena de montaje concebida en la moviola de su retina.
Qué ocurre más allá de su mirada es un misterio. Como si fuera un viejo Lumiere con la gramática de un Griffith moderno, o más bien un Vertov del siglo veintiuno sin ambiciones de verdades grandilocuentes, establece su cámara-ojo y construye una puesta en escena de lo real. Segmenta, recorta, organiza y reproduce. Por fuera de su mirada no hay representación. Su verdad sólo es posible en la mentira reveladora de su mirada cinematográfica.
¿Cuál es tu película favorita? ¿Cuál tu director preferido? Nunca he podido contestar ese tipo de preguntas. Quizás por eso la realización de listas y balances se me vuelve una tarea complicada y aburrida. Pero viendo por segunda vez la bellísima Hierro 3 (Kim Ki-duk, 2004), pensé en ese tipo de películas que deciden apostar por la imagen más que por el verbo, y sentí que si algo prefiero, después de todo, es ese tipo de películas. Comunicar, interpelar y emocionar mediante la imagen, sin la necesaria mediación de las palabras. El aura, definitivamente, es una de esas películas.