"Entre lo que se alucina, lo que se quiere ver, lo que se ve realmente y lo que no se ve, el juego es infinito: es ahí donde tocamos la parte más íntima del cine". Serge Daney.

7 de agosto de 2008

Me verás volver (a ver)


Por Rita Falcón
Luis Buñuel estrenó Belle de jour en 1967 y generó escándalo. Catherine Deneuve protagonizaba a Séverine, una mujer casada que por las tardes, apodada Belle de jour, se ofrecía a distintos hombres en un prostíbulo, para recibir a cambio –además de dinero– la satisfacción de las fantasías de sometimiento que su vida matrimonial desconocía. Si se estrenara hoy, el afiche la promocionaría como una película con “alto voltaje erótico”. Es que la mirada de Buñuel sobre Deneuve coincidía con la del más fiel e hipnotizado de los clientes del local de Madame Anais, diseccionando cada plano general de su objeto en autorales planos de pantorrillas con y sin medias, zapatos, botines, manos y hombros.

Buñuel no solamente provocó a su público al avivar y explotar el voyeurismo nato del espectador de cine, sino que también lo hizo estructurando la película como un collage en el que se sucedían ininterrumpidamente escenas de la realidad y escenas de las fantasías o recuerdos infantiles de Séverine/Belle de jour. Las imágenes reales se entrelazaban con las imágenes mentales eludiendo cualquier tipo de lógica. Y para sembrar más ambigüedad, confusión, y acaso molestia en el espectador, irrumpían las invitaciones a interpretar unos diálogos y objetos simbólicos que no reenviaban a ningún significado concreto (una cajita que al abrirse emitía un zumbido, varias referencias al dejar entrar o salir gatos, sonidos de cascabeles, manadas de animales o frases sin sentido). Elementos fugaces y polivalentes que teñían a la película de una atmósfera otra a la cotidiana, enrarecida, surrealista. El final de la película era el mejor ejemplo: abría la posibilidad de leerla toda en esa clave, como si la existencia de Belle de jour fuera solamente un producto de la ensoñación de Séverine.

El director portugués Manoel de Oliveira, sin embargo, desechó esta posible interpretación subjetivista de la historia para recuperar, muchos años después, a dos de sus personajes para su película-homenaje Belle toujours. Los créditos iniciales de la película de quien sea probablemente, a sus 99 años, el director activo más longevo del mundo, se imprimen sobre el telón de fondo de un escenario en el que toca una orquesta. Este telón negro, rectangular, remite indefectiblemente a la pantalla de cine. Este “cine dentro del cine”, tan explicitado en el comienzo, es un dato clave que pide leer la película de Oliveira como un agregado a la de Buñuel. Es, sin ánimos de desmerecerla, parasitaria de la primera, y para leerla hay que reconocer que su autonomía como película, su identidad, es muy limitada.

Manoel de Oliveira relata el reencuentro, treinta y nueve años más tarde, de Séverine (ahora interpretada por Bulle Ogier) y Henri Husson (en ambas interpretado por Michel Piccoli), el amigo de la pareja, único conocedor -y promotor- de la doble vida de ella. El primer contacto entre ellos es visual. Él se sorprende al verla en el teatro, la persigue, ella le huye. Más tarde, obra del azar, la ve salir de un bar y no la alcanza. Las conversaciones que entre whisky y whisky comparte Husson con el barman de este bar, le permiten a Oliveira exponer sus reflexiones sobre la película de Buñuel. Es una interpretación totalmente personal y un poco confusa, que redunda sobre el sadomasoquismo en la psicología de la pareja que formaban Séverine y Pierre (a quién se toma la licencia de dar por muerto en esta ocasión). Pero más interesante que estas referencias en el diálogo a Belle de jour, son las referencias visuales, las pequeñas citas, como el cuadro de un desnudo femenino en una pared lateral, casi asomándose, o los toques de rojo furioso que irrumpen en cada plano casi al nivel de la parodia. Y es que el portugués se permite ironizar sobre algunos de los recursos buñuelianos. En el momento de máxima tensión dramática –acumulada a lo largo de un plano secuencia lleno de silencios y miradas incómodas– Husson está a punto revelarle a Séverine si le contó o no a Pierre, al final de Belle de Jour, que ella se prostituía. Pero en vez de la información anhelada, Husson le da a Séverine una cajita zumbadora como la del oriental, y cuyo contenido –obviamente– se perpetúa como misterio para el espectador. Lo mismo sucede, a un nivel brutalmente explícito con el gallo, que no puede ser tomado más que en broma (ya que Oliveira niega todo plano ajeno al material, concreto y cotidiano en su película), y con frases como la que dice Husson al barman antes de contarle la historia de Séverine: “le voy a contar una historia que jamás existió”.

Pero hay en la película de Oliveira ciertos elementos que no se explican desde el sistema de la cita-homenaje y que son aquellos que enmarcan el reencuentro de los protagonistas, es decir, la definición del mundo –del ambiente– en que va a tener lugar el suceso. La película de Buñuel transcurría mayoritariamente en interiores, algunos atiborrados de objetos de clase, y en espacios naturales. Oliveira, en cambio, se abre hacia los exteriores de París en unos planos generales muy estilizados, como postales turísticas, que por su duración inusitadamente larga, pausan la acción, dándole a la película el ritmo cansino del andar de sus personajes ya mayores. En este contexto ya no burgués sino más bien aristocrático, Séverine y Husson van a traer a la memoria un pasado (o una película) destinado a conservar sus poderosos enigmas intactos. Con su Belle toujours, Oliveira perpetúa, desde un humor nostálgico, los entresijos de su antecesora.

La distribuidora 791 confirmó para este 2008 el estreno de Belle toujours en Argentina.