
Steve McQueen
Reino Unido, 2008, 96'
Hay en la ópera prima de Steve McQueen un disparador narrativo de carácter histórico: los 66 días que duró la huelga de hambre del republicano irlandés Bobby Sands en su lucha contra la desaparición del estatus que contemplaba a los presos políticos llevada a cabo por el gobierno británico a mediados de los setenta. Datos históricos. Lo extraordinario de Hunger, sin embargo, no pasa por los datos. Es la narración de imágenes corporales, de miradas y de palabras lo que hace fluir en tres actos precisos los pormenores de un viaje de varias violencias.
1. La pulcritud de un cuerpo frente a su espejo debe ocultar las llagas de su propia violencia; el agua simula borrar los nudillos con sangre y la mirada en el espejo un deber vacío y caprichoso; lo que resta es un orden artificial que se mantiene a golpes de autómata, celdas y más golpes.
2. Entre los cuerpos violentos y violentados, el razonamiento y la palabra: ideas, éticas y morales; la extensa charla entre el prisionero y el sacerdote debate el sentido de una lucha, el sentido de sus resultados y el balance entre costos y beneficios; casi no hay movimientos físicos (ni da cámara), sólo las palabras construyen los caminos posibles.
3. El cuerpo autoconsume la violencia como forma última de comunicación, como causa y destino final de protesta; a gritos de laceraciones corporales se reemplaza el hambre de alimentos por el hambre político: exigencia de representación, leyes, condiciones. Vemos llagas otra vez en la imagen, como en el comienzo, pero éstas no intentan desaparecer bajo el agua falsamente purificadora o reafirmarse frente al espejo privado y tranquilizador: por el contrario, son el sentido mismo del grito político.
Hunger no aplica como manual de historia. Ensaya la posibilidad de pensar mediante imágenes las posibles formas de la violencia en extremos opuestos. También entre estos extremos, mediados por la palabra y limitados por el cuerpo, se mueve la forma del cine. No es casual (nada es casual en una buena película) que en la escena del diálogo entre el prisionero y el sacerdote la puesta en escena se reduzca a un ascetismo de acero. El primer corte de montaje de esta secuencia (la herida que viene a cortar lo real del momento) aparece cuando el protagonista comienza a relatar, en primer plano, un recuerdo de su infancia, que a su vez describe detalles de sus convicciones y de su ética. Menos casual es, entonces, que luego de la muerte (heridad de heridas, corte de cortes) la imagen se obligue a quedar presa de su condición de irrealidad, aunque feliz y realizada.
"La muerte debe ser la primera consecuencia de la felicidad de la realización. Necesito mi muerte, pero soy demasiado infeliz para morir. Necesito la muerte, necesito la nada".
Andrés Caicedo